Lucía Jerez - José Martí
Lucía Jerez
Por
José Martí
A ADELAIDA BARALT.
De una novela sin arte
la comisión ahí le envío:
¡Bien haya el pecado mío,
ya que a Vd., le deja parte!
Cincuenta y cinco fue el precio:
la quinta es de Vd.: la quinta
de cincuenta y cinco, pinta
once, si yo no soy necio.
Para alivio de desgracias
¡sea!: de lo que yo no quiero
aliviarme es del sincero
deber de darle las gracias.
JOSÉ MARTÍ.
Prólogo inconcluso del autor
Quien ha escrito esta noveluca, jamás había escrito otra antes, lo que de
sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá
probablemente más después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta
de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un
suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base
para la novela hispanoamericana que se deseaba, puso mano a la pluma, evocó
al correr de ella sus propias observaciones y recuerdos, y sin alarde de trama
ni plan seguro, dejó rasguear la péñola, durante siete días, interrumpido a cada
instante por otros quehaceres, tras de los cuales estaba lista con el nombre de
Amistad funesta la que hoy con el nombre de Lucía Jerez sale nuevamente al
mundo. No es más, ni es menos. Se publica en libro, porque así lo desean los
que sin duda no lo han leído. El autor, avergonzado, pide excusa. Ya él sabe
bien por dónde va, profunda como un bisturí y útil como un médico, la novela
moderna. El género no le place, sin embargo, porque hay mucho que fingir en
él, y los goces de la creación artística no compensan el dolor de moverse en
una ficción prolongada; con diálogos que nunca se han oído, entre personas
que no han vivido jamás. Menos que todas, tienen derecho a la atención,
novelas como esta, de puro cuento, en las que no es dado tender a nada serio,
porque esto, a juicio de editor, aburre a la gente lectora; ni siquiera es lícito,
por lo llano de los tiempos, levantar el espíritu del público con hazañas de
caballeros y de héroes, que han venido a ser personas muy fuera de lo real y
del buen gusto. Lean, pues, si quieren, los que lo culpen, este libro; que el
autor ha procurado hacerse perdonar con algunos detalles; pero sepan que el
autor piensa muy mal de él. Lo cree inútil; y lo lleva sobre sí como una
grandísima culpa. Pequé, Señor, pequé, sean humanitarios, pero
perdónenmelo. Señor: no lo haré más.
Yo quiero ver al valiente que saca de los [palabra inteligible en el
manuscrito] una novela buena.
En la novela había de haber mucho amor; alguna muerte; muchas
muchachas, ninguna pasión pecaminosa; y nada que no fuese del mayor
agrado de los padres de familia y de los señores sacerdotes. Y había de ser
hispanoamericano.
Juan empezó con mejores destinos que los que al fin tiene, pero es que en
la novela cortó su carrera cierta prudente observación, y hubo que convertir en
mero galán de amores al que nació en la mente del novelador dispuesto a más
y a más altas empresas (grandes) hazañas. Ana ha vivido, Adela, también.
Sol, ha muerto. Y Lucía, la ha matado. Pero ni a Sol ni a Lucía ha conocido de
cerca el autor. A don Manuel, sí. Y a Manuelillo, y a doña Andrea, así como a
la propia Directora.
CAPÍTULO I
Una frondosa magnolia, podada por el jardinero de la casa con manos
demasiado académicas, cubría aquel domingo por la mañana con su sombra a
los familiares de la casa de Lucía Jerez. Las grandes flores blancas de la
magnolia, plenamente abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas,
no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio de aquella casa amable, las
flores del árbol, sino las del día, ¡esas flores inmensas e inmaculadas, que se
imaginan cuando se ama mucho! El alma humana tiene una gran necesidad de
blancura. Desde que lo blanco se oscurece, la desdicha empieza. La práctica y
conciencia de todas las virtudes, la posesión de las mejores cualidades, la
arrogancia de los más nobles sacrificios, no bastan a consolar el alma de un
solo extravío.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y
por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre
las ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre,
adornadas con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo:
Adela, delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo
de su traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón
enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas
hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su
vestido de seda carmesí, «porque no se conocía aun en los jardines la flor que
a ella le gustaba: ¡la flor negra!».
Las amigas cambiaban vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de
misa; de sonreír en el atrio de la catedral a sus parientes y conocidos; de
pasear por las calles limpias, esmaltadas de sol, como flores desatadas sobre
una bandeja de plata con dibujos de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus
casas grandes y antiguas, las habían saludado al pasar. No había mancebo
elegante en la ciudad que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la
calle de la Victoria. La ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una
desposada. En las puertas, abiertas de par en par, como si en ese día no se
temiesen enemigos, esperan a los dueños los criados, vestidos de limpio. Las
familias, que apenas se han visto en la semana, se reúnen a la salida de la
iglesia para ir a saludar a la madre ciega, a la hermana enferma, al padre
achacoso. Los viejos ese día se remozan. Los veteranos andan con la cabeza
más erguida, muy luciente el chaleco blanco, muy bruñido el puño del bastón.
Los empleados parecen magistrados. A los artesanos, con su mejor chaqueta
de terciopelo, sus pantalones de dril muy planchado y su sombrerín de castor
fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad, descalzos y mugrientos, en medio
de tanta limpieza y luz, parecen llagas. Pero la procesión lujosa de madres
fragantes y niñas galanas continúa, sembrando sonrisas por las aceras de la
calle animada; y los pobres indios, que la cruzan a veces, parecen gusanos
prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las carretas de comercio o de
las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados por caballos altivos,
carruajes lucientes. Los carruajes mismos, parece que van contentos, y como
de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud magna y una
alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a la puerta, y
aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela tarda! Los maridos ¡qué
celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres queridas, la luz de la
mañana! La abuela, ¡cómo viene cargada de chucherías para los nietos, de los
juguetes que fue reuniendo en la semana para traerlos a la gente menor hoy
domingo, de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar en la dulcería
francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando soltera, qué
carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la casa de Lucía Jerez no se
sabía si había más flores en la magnolia, o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus amigas puso sus
enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la Casa de Expósitos,
habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros de paja, con cintas
semejantes a sus trajes, revueltas como cervatillos que retozan. ¡Dice mucho, y
cosas muy traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza de una
señorita! Se le puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún elegante
caballero, y de más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una flor de un
sombrero, o ha besado sus cintas largamente, con un beso entrañable y
religioso! El sombrero de Adela era ligero y un tanto extravagante, como de
niña que es capaz de enamorarse de un tenor de ópera: el de Lucía era un
sombrero arrogante y amenazador; se salían por el borde del costurero las
cintas carmesíes, enroscadas sobre el sombrero de Adela como una boa sobre
una tórtola: del fondo de seda negro, por los reflejos de un rayo de sol que
filtraba oscilando por una rama de la magnolia, parecían salir llamas.
Estaban las tres amigas en aquella pura edad en que los caracteres todavía
no se definen: ¡ay, en esos mercados es donde suelen los jóvenes generosos,
que van en busca de pájaros azules, atar su vida a lindos vasos de carne que a
poco tiempo, a los primeros calores fuertes de la vida, enseñan la zorra astuta,
la culebra venenosa, el gato frío e impasible que les mora en el alma!
La mecedora de Ana no se movía, tal como apenas en sus labios pálidos la
afable sonrisa: se buscaban con los ojos las violetas en su falda, como si
siempre debiera estar llena de ellas. Adela no sin esfuerzo se mantenía en su
mecedora, que unas veces estaba cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más.
La mecedora de Lucía, más echada hacia adelante que hacia atrás, cambiaba
de súbito de posición, como obediente a un gesto enérgico y contenido de su
dueña.
Juan no viene: ¡te digo que Juan no viene!
¿Por qué, Lucía, si sabes que si no viene te da pena?
¿Y no te pareció Pedro Real muy arrogante? Mira, mi Ana, dame el
secreto que tú tienes para que te quiera todo el mundo: porque ese caballero,
es necesario que me quiera.
En un reloj de bronce labrado, embutido en un ancho plato de porcelana de
ramos azules, dieron las dos.
Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene y se levantó Lucía; fue a uno de
los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un
lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo
lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las
hojas con los dientes.
Juan viene siempre, Lucía.
Asomó en este momento por la verja dorada que dividía el zaguán de la
antesala que se abría al patio, un hombre joven, vestido de negro, de quien se
despedían con respeto y ternura uno de mayor edad, de ojos benignos y
poblada barba, y un caballero entrado en largos años, triste, como quien ha
vivido mucho, que retenía con visible placer la mano del joven entre las suyas:
Juan, ¿por qué nació usted en esta tierra?
Para honrarla si puedo, don Miguel, tanto como usted la ha honrado.
Fue la emoción visible en el rostro del viejo; y aun no había desaparecido
del zaguán, de brazo del de la buena barba, cuando Lucía, demudado el rostro
y temblándole en las pestañas las lágrimas, estaba en pie, erguida con singular
firmeza, junto a la verja dorada, y decía, clavando en Juan sus dos ojos
imperiosos y negros:
Juan, ¿por qué no habías venido?
Adela estaba prendiendo en aquel momento en sus cabellos rubios un
jazmín del Cabo.
Ana cosía un lazo azul a una gorrita de recién nacido, para la Casa de
Expósitos.
Fui a rogar respondió Juan sonriendo dulcemente, que no
apremiasen por la renta de este mes a la señora del Valle.
¿A la madre de Sol? ¿De Sol del Valle?
Y pensando en la niña de la pobre viuda, que no había salido aun del
colegio, donde la tenía por merced la Directora, se entró Lucía, sin volver ni
bajar la cabeza, por las habitaciones interiores, en tanto que Juan, que amaba a
quien lo amaba, la seguía con los ojos tristemente.
Juan Jerez era noble criatura. Rico por sus padres, vivía sin el
encogimiento egoísta que desluce tanto a un hombre joven, mas sin aquella
angustiosa abundancia, siempre menor que los gastos y apetitos de sus dueños,
con que los ricuelos de poco sentido malgastan en empleos estúpidos, a que
llaman placeres, la hacienda de sus mayores. De sí propio, y con asiduo
trabajo, se había ido creando una numerosa clientela de abogado, en cuya
engañosa profesión, entre nosotros perniciosamente esparcida, le hicieron
entrar, más que su voluntad, dada a más activas y generosas labores, los
deseos de su padre, que en la defensa de casos limpios de comercio había
acrecentado el haber que aportó al matrimonio su esposa. Y así Juan Jerez, a
quien la Naturaleza había puesto aquella coraza de luz con que reviste a los
amigos de los hombres, vino, por esas preocupaciones legendarias que
desfloran y tuercen la vida de las generaciones nuevas en nuestros países, a
pasar, entre lances de curia que a veces le hacían sentir ansias y vuelcos, los
años más hermosos de una juventud sazonada e impaciente, que veía en las
desigualdades de la fortuna, en la miseria de los infelices, en los esfuerzos
estériles de una minoría viciada por crear pueblos sanos y fecundos, de
soledades tan ricas como desiertas, de poblaciones cuantiosas de indios
míseros, objeto más digno que las controversias forenses del esfuerzo y calor
de un corazón noble y viril.
Llevaba Juan Jerez en el rostro pálido, la nostalgia de la acción, la
luminosa enfermedad de las almas grandes, reducida por los deberes corrientes
o las imposiciones del azar a oficios pequeños; y en los ojos llevaba como una
desolación, que solo cuando hacía un gran bien, o trabajaba en pro de un gran
objeto, se le trocaba, como un rayo de sol que entra en una tumba, en
centelleante júbilo. No se le dijera entonces un abogado de estos tiempos, sino
uno de aquellos trovadores que sabían tallarse, hartos ya de sus propias
canciones, en el mango de su guzla la empuñadura de una espada. El fervor de
los cruzados encendía en aquellos breves instantes de heroica dicha su alma
buena; y su deleite, que le inundaba de una luz parecida a la de los astros, era
solo comparable a la vasta amargura con que reconocía, a poco que en el
mundo no encuentran auxilio, sino cuando convienen a algún interés que las
vicia, las obras de pureza. Era de la raza selecta de los que no trabajan para el
éxito, sino contra él. Nunca, en esos pequeños pueblos nuestros donde los
hombres se encorvan tanto, ni a cambio de provechos ni de vanaglorias cedió
Juan un ápice de lo que creía sagrado en él, que era su juicio de hombre y su
deber de no ponerlo con ligereza o por paga al servicio de ideas o personas
injustas; sino que veía Juan su inteligencia como una investidura sacerdotal,
que se ha de tener siempre de manera que no noten en ella la más pequeña
mácula los feligreses; y se sentía Juan, allá en sus determinaciones de noble
mozo, como un sacerdote de todos los hombres, que uno a uno tenía que ir
dándoles perpetua cuenta, como si fuesen sus dueños, del buen uso de su
investidura.
Y cuando veía que, como entre nosotros sucede con frecuencia, un hombre
joven, de palabra llameante y talento privilegiado, alquilaba por la paga o por
el puesto aquella insignia divina que Juan creía ver en toda superior
inteligencia, volvía los ojos sobre sí como llamas que le quemaban, tal como si
viera que el ministro de un culto, por pagarse la bebida o el juego, vendiese las
imágenes de sus dioses. Estos soldados mercenarios de la inteligencia lo
tachaban por eso de hipócrita, lo que aumentaba la palidez de Juan Jerez, sin
arrancar de sus labios una queja. Y otros decían, con más razón aparente
aunque no en el caso de él, que aquella entereza de carácter no era
grandemente meritoria en quien, rico desde la cuna, no había tenido que bregar
por abrirse camino, como tantos de nuestros jóvenes pobres, en pueblos donde
por viejas tradiciones coloniales se da a los hombres una educación literaria, y
aun esta descosida e incompleta, que no halla luego natural empleo en
nuestros países despoblados y rudimentarios, exuberantes, sin embargo, en
fuerzas vivas, hoy desaprovechadas o trabajadas apenas, cuando para hacer
prósperas a nuestras tierras y dignos a nuestros hombres no habría más que
educarlos de manera que pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en
que nacen. A manejar la lengua hablada y escrita les enseñan, como único
modo de vivir, en pueblos en que las artes delicadas que nacen del cultivo del
idioma no tienen el número suficiente, no ya de consumidores, de apreciadores
siquiera, que recompensen, con el precio justo de estos trabajos exquisitos, la
labor intelectual de nuestros espíritus privilegiados. De modo que, como con
el cultivo de la inteligencia vienen los gustos costosos, tan naturales en los
hispanoamericanos como el color sonrosado en las mejillas de una niña
quinceña; como en las tierras calientes y floridas, se despierta temprano el
amor, que quiere casa, y lo mejor que haya en la ebanistería para amueblarla, y
la seda más joyante y la pedrería más rica para que a todos maraville y encele
su dueña; como la ciudad, infecunda en nuestros países nuevos, retiene en sus
redes suntuosas a los que fuera de ella no saben ganar el pan, ni en ella tienen
cómo ganarlo, a pesar de sus talentos, bien así como un pasmoso cincelador de
espadas de taza, que sabría poblar éstas de castellanas de larga amazona
desmayadas en brazos de guerreros fuertes, y otras sutiles lindezas en plata y
en oro, no halla empleo en un villorrio de gente labriega, que vive en paz, o al
puñal o a los puños remite el término de sus contiendas; como con nuestras
cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas de Europa y Norteamérica,
somos en nuestros propios países a manera de frutos sin mercado, cual las
excrecencias de la tierra, que le pesan y estorban, y no como su natural
florecimiento, sucede que los poseedores de la inteligencia, estéril entre
nosotros por su mala dirección, y necesitados para subsistir de hacerla
fecunda, la dedican con exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más
nobles, produciendo así un desequilibrio entre el país escaso y su política
sobrada, o, apremiados por las urgencias de la vida, sirven al gobernante fuerte
que les paga y corrompe, o trabajan por volcarle cuando, molestado aquel por
nuevos menesterosos, les retira la paga abundante de sus funestos servicios.
De estas pesadumbres públicas venían hablando el de la barba larga, el
anciano de rostro triste, y Juan Jerez, cuando este, ligado desde niño por
amores a su prima Lucía, se entró por el zaguán de baldosas de mármol pulido
espaciosas y blancas como sus pensamientos.
La bondad es la flor de la fuerza. Aquel Juan brioso, que andaba siempre
escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de
una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún
hombre hollados; aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se
atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones
corruptoras a que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos;
aquel que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de
una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada;
aquel que no veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba
como un delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha;
aquel amantísimo corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad
inagotable, y sobre toda humildad, energía o hermosura prodigaba
apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a
la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una
manecita blanca. La de esta o la de aquella le importaban poco; y él, en la
mujer, veía más el símbolo de las hermosuras ideadas que un ser real.
Lo que en el mundo corre con nombre de buenas fortunas, y no son, por lo
común, de una parte o de otra, más que odiosas vilezas, habían salido, una que
otra vez, al camino de aquel joven rico a cuyo rostro venía, de los adentros del
alma, la irresistible belleza de un noble espíritu. Pero esas buenas fortunas,
que en el primer instante llenan el corazón de los efluvios trastornadores de la
primavera, y dan al hombre la autoridad confiada de quien posee y conquista;
esos amoríos de ocasión, miel en el borde, hiel en el fondo, que se pagan con
la moneda más valiosa y más cara, la de la propia limpieza; esos amores
irregulares y sobresaltados, elegante disfraz de bajos apetitos, que se aceptan
por desocupación o vanidad, y roen luego la vida, como úlceras, solo lograron
en el ánimo de Juan Jerez despertar el asombro de que, so pretexto o nombre
de cariño, vivan hombres y mujeres, sin caer muertos de odio a sí mismos, en
medio de tan torpes liviandades. Y no cedía a ellas, porque la repulsión que le
inspiraba, cualesquiera que fuesen sus gracias, una mujer que cerca de la mesa
de trabajo de su esposo o junto a la cuna de su hijo no temblaba de ofrecerlas,
era mayor que las penosas satisfacciones que la complicidad con una amante
liviana produce a un hombre honrado.
Era la de Juan Jerez una de aquellas almas infelices que solo pueden hacer
lo grande y amar lo puro. Poeta genuino, que sacaba de los espectáculos que
veía en sí mismo, y de los dolores y sorpresas de su espíritu, unos versos
extraños, adoloridos y profundos, que parecían dagas arrancadas de su propio
pecho, padecía de esa necesidad de la belleza que como un marchamo
ardiente, señala a los escogidos del canto. Aquella razón serena, que los
problemas sociales o las pasiones comunes no oscurecían nunca, se le
ofuscaba hasta hacerle llegar a la prodigalidad de sí mismo, en virtud de un
inmoderado agradecimiento. Había en aquel carácter una extraña y violenta
necesidad del martirio, y si por la superioridad de su alma le era difícil hallar
compañeros que se la estimaran y animasen, él, necesitado de darse, que en su
bien propio para nada se quería, y se veía a sí mismo como una propiedad de
los demás que guardaba él en depósito, se daba como un esclavo a cuantos
parecían amarle y entender su delicadeza o desear su bien.
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando
esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora
necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel
orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y
poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña,
de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun,
cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos
de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las
flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los
pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último
sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos,
aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre
delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios,
como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro
perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con
amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los
anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando,
como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su
encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales
cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con
lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su
mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de
Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella
lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la
fábrica de Éibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la
lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan,
sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el
aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez
que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y
no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien
las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales
preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de
amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez,
puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de
salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta
sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica
tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano. Toda la habitación le
pareció a Lucía llena de flores; del cristal del espejo creyó ver salir llamas;
cerró los ojos, como se cierran siempre en todo instante de dicha suprema, tal
como si la felicidad tuviese también su pudor, y para que no cayese en tierra,
los mismos brazos de Juan tuvieron delicadamente que servir de apoyo a aquel
cuerpo envuelto en tules blancos, de que en aquella hora de nacimiento parecía
brotar luz. Pero Juan aquella noche se acostó triste, y Lucía misma, que
amaneció junto a la ventana en su vestido de tules, abrigados los hombros en
una aérea nube azul, se sentía, aromada como un vaso de perfumes, pero seria
y recelosa
Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué arrogante!
Arrodíllate, Adela: arrodíllate ahora mismo le respondió dulcemente
Ana, volviendo a ella su hermosa cabeza de ondulantes cabellos castaños;
mientras que Juan, que venía de hacer paces con Lucía refugiada en la
antesala, salía a la verja del zaguán a recibir al amigo de la casa.
Adela se arrodilló, cruzados los brazos sobre las rodillas de Ana; y Ana
hizo como que le vendaba los labios con una cinta azul, y le dijo al oído, como
quien ciñe un escudo o ampara de un golpe, estas palabras:
Una niña honesta no deja conocer que le gusta un calavera, hasta que no
haya recibido de él tantas muestras de respeto, que nadie pueda dudar que no
la solicita para su juguete.
Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre curiosos y burlones, en el
galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia ellas, los esperó de pie al
lado de Ana, que con su serio continente, nunca duro, parecía querer atenuar
en favor de Adela misma, su excesiva viveza. Pedro, aturdido y más amigo de
las mariposas que de las tórtolas, saludó a Adela primero.
Ana retuvo un instante en su mano delgada la de Pedro, y con aquellos
derechos de señora casada que da a las jóvenes la cercanía de la muerte.
Aquí le dijo, Pedro: aquí toda esta tarde a mi lado. ¡Quién sabe
si, enfrente de aquella hermosa figura de hombre joven, no le pesaba a la
pobre Ana, a pesar de su alma de sacerdotisa, dejar la vida! ¡Quién sabe si
quería solo evitar que la movible Adela, revoloteando en torno de aquella luz
de belleza, se lastimase las alas!
Porque aquella Ana era tal que, por donde ella iba, resplandecía. Y aunque
brillase el sol, como por encima de la gran magnolia estaba brillando aquella
tarde, alrededor de Ana se veía una claridad de estrella. Corrían arroyos dulces
por los corazones cuando estaba en presencia de ella. Si cantaba, con una voz
que se esparcía por los adentros del alma, como la luz de la mañana por los
campos verdes, dejaba en el espíritu una grata intranquilidad, como de quien
ha entrevisto, puesto por un momento fuera del mundo, aquellas musicales
claridades que solo en las horas de hacer bien, o de tratar a quien lo hace,
distingue entre sus propias nieblas el alma. Y cuando hablaba aquella dulce
Ana, purificaba.
Pedro era bueno, y comenzó a alabarle, no el rostro, iluminado ya por
aquella luz de muerte que atrae a las almas superiores y aterra a las almas
vulgares, sino el ajuar de niño a que estaba poniendo Ana las últimas cintas.
Pero ya no era ella sola la que cosía, y armaba lazos, y los probaba en
diferentes lados del gorro de recién nacido: Adela súbitamente se había
convertido en una gran trabajadora. Ya no saltaba de un lugar a otro, como
cuando juntas conversaban hacía un rato ella, Ana y Lucía, sino que había
puesto su silla muy junto a la de Ana. Y ella también, iba a estar sentada al
lado de Ana toda la tarde. En sus mejillas pálidas, había dos puntos
encendidos que ganaban en viveza a las cintas del gorro, y realzaban la mirada
impaciente de sus ojos brillantes y atrevidos. Se le desprendía el cabello
inquieto, como si quisiese, libre de redes, soltarse en ondas libres por la
espalda. En los movimientos nerviosos de su cabeza, dos o tres hojas de la
rosa encarnada que llevaba prendida en el peinado, cayeron al suelo. Pedro las
veía caer. Adela, locuaz y voluble, ya andaba en la canastilla, ya revolvía en la
falda de Ana los adornos del gorro, ya cogía como útil el que acababa de
desechar con un mohín de impaciencia, ya sacudía y erguía un momento la
ligera cabeza, fina y rebelde, como la de un potro indómito. Sobre las losas de
mármol blanco se destacaban, como gotas de sangre, las hojas de rosa.
Se hablaba de aquellas cosas banales de que conversan en estas tertulias de
domingo, la gente joven de nuestros países. El tenor, ¡oh el tenor! había estado
admirable. Ella se moría por las voces del tenor. Es un papel encantador el de
Francisco I. Pero la señora de Ramírez, ¡cómo había tenido el valor de ir
vestida con los colores del partido que fusiló a su esposo!, es verdad que se
casa con un coronel del partido contrario, que firmó como auditor en el
proceso del señor Ramírez. Es muy buen mozo el coronel, es muy buen mozo.
Pero la señora Ramírez ha gastado mucho, ya no es tan rica como antes; tuvo a
siete bordadoras empleadas un mes en bordarle de oro el vestido de terciopelo
negro que llevó a Rigoletto, era muy pesado el vestido. ¡Oh! ¿Y Teresa Luz?
lindísima, Teresa Luz: bueno, la boca, sí, la boca no es perfecta, los labios son
demasiado finos; ¡ah, los ojos! bueno, los ojos son un poco fríos, no calientan,
no penetran: pero qué vaguedad tan dulce; hacen pensar en las espumas de la
mar. Y, ¡cómo persigue a María Vargas ese caballerete que ha venido de París,
con sus versos copiados de François Coppee, y su política de alquiler, que
vino, sirviendo a la oposición y ya está poco menos que con el Gobierno! El
padre de María Vargas va a ser Ministro y él quiere ser diputado. Elegante sí
es. El peinado es ridículo, con la raya en mitad de la cabeza y la frente
escondida bajo las ondas. Ni a las mujeres está bien eso de cubrirse la frente,
donde está la luz del rostro. Que el cabello la sombree un poco con sus ondas
naturales; pero ¿a qué cubrir la frente, espejo donde los amantes se asoman a
ver su propia alma, tabla de mármol blanco donde se firman las promesas
puras, nido de las manos lastimadas en los afanes de la vida? Cuando se
padece mucho, no se desea un beso en los labios sino en la frente. Y ese
mismo poetín lo dijo muy bien el otro día en sus versos «A una niña muerta»,
era algo así como esto: las rosas del alma suben a las mejillas; las estrellas del
alma, a la frente. Hay algo de tenebroso y de inquietante en esas frentes
cubiertas. No, Adela, no, a usted le está encantadora esa selva de ricitos: así
pintaban en los cuadros de antes a los cupidos revoloteando sobre la frente de
las diosas. No, Adela, no le hagas caso: esas frentes cubiertas, me dan miedo.
Es que ya se piensan unas cosas, que las mujeres se cubren la frente de miedo
de que se las vean. Oh, no, Ana: ¿qué han de pensar ustedes más que jazmines
y claveles? Pues que no, Pedro: rompa usted las frentes, y verá dentro, en unos
tiestitos que parecen bocas abiertas, unas plantas secas, que dan unas florecitas
redondas y amarillas. Y Ana iba así ennobleciendo la conversación, porque
Dios le había dado el privilegio de las flores: el de perfumar. Adela, silenciosa
hacía un momento, alzó la cabeza y mantuvo algún tiempo los ojos fijos
delante de sí, viendo como el perfil céltico de Pedro, con su hermosa barba
negra, se destacaba, a la luz sana de la tarde, sobre el zócalo de mármol que
revestía una de las anchas columnas del corredor de la casa. Bajó la cabeza, y
a este movimiento, se desprendió de ella la rosa encarnada, que cayó
deshaciéndose a los pies de Pedro.
Juan y Lucía aparecieron por el corredor, ella como arrepentida y sumisa,
él como siempre, sereno y bondadoso. Hermosa era la pareja, tal como se
venían lentamente acercando al grupo de sus amigas en el patio. Altos los dos,
Lucía, más de lo que sentaba a sus años y sexo, Juan, de aquella elevada
estatura, realzada por las proporciones de las formas, que en sí misma lleva
algo de espíritu, y parece dispuesta por la naturaleza al heroísmo y al triunfo.
Y allá, en la penumbra del corredor, como un rayo de luz diese sobre el rostro
de Juan, y de su brazo, aunque un poco a su zaga, venía Lucía, en la frente de
él, vasta y blanca, parecía que se abría una rosa de plata: y de la de Lucía se
veían solo, en la sombra oscura del rostro, sus dos ojos llameantes, como dos
amenazas.
Está Ana imprudente dijo Juan con su voz de caricia: ¿cómo no
tiene miedo a este aire del crepúsculo?
¡Pero si es ya el mío natural, Juan querido! Vamos, Pedro: deme el
brazo.
Pero pronto, Pedro, que esta es la hora en que los aromas suben de las
flores, y si no la haces presa, se nos escapa.
¡Este Juan bueno! ¿No es verdad, Juan, que Lucía es una loca? Ya Adela
y Pedro me están al lado cuchicheando, de apetito. Vamos, pues, que a esta
hora la gente dichosa tiene deseo de tomar el chocolate.
El chocolate fragante les esperaba, servido en una mesa de ónix, en la linda
antesala. Era aquel un capricho de domingo. Gustan siempre los jóvenes de lo
desordenado e imprevisto. En el comedor, con dos caballeros de edad, discutía
las cosas públicas el buen tío de Lucía y Ana, caballero de gorro de seda y
pantuflas bordadas. La abuelita de la casa, la madre del señor tío, no salía ya
de su alcoba, donde recordaba y rezaba.
La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para
ser lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del
techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre
la mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica
incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de
rejilla menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores tenues
que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve» en el
umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de habitación en que se
vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por
vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto
constante de lo bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a
rebajar el alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros
países azules! Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando
las paredes, animando los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos,
que la coloreen y la disipen.
Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de guirnaldas de
flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus marcos de roble liso dorado, de
cuadros de Madrazo y de Nittis, de Fortuny y de Pasini, grabados en Goupil;
de dos en dos estaban colgados los cuadros, y entre cada dos grupos de ellos,
un estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que los cuadros, ni más
alto ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba frente a la puerta del
corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba un aéreo busto de
la Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de
porcelana de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de
jazmines y de lirios. Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de
Mignon una guirnalda de claveles encarnados. En este testero no había libros,
ni cuadros que no fuesen grabados de episodios de la vida de la triste niña, y
distribuidos como un halo en la pared en derredor del busto. Y en las esquinas
de la habitación, en caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su
rica encuadernación cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el
Cuervo desgarrador y fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan la
mente por los espacios vagos en alas de caballos sin freno: el Rubaiyat el
poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos
apodícticos del norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito,
empastado en seda lila, de Las Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm
Meister el libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos
insignificantes, había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete
negro mate embutido con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma
de la niña, turquesas, azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en
aquella vaporosa vida; ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente,
como su corazón hinchado y roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan
sus ganancias de un año. Por los bajos de la pared, y a manera de sillas, había,
en trípodes de ébano, pequeños vasos chinos, de colores suaves, con mucho
amarillo y escaso rojo. Las paredes, pintadas al óleo, con guirnaldas de flores,
eran blancas. Causaba aquella antesala, en cuyo arreglo influyó Juan, una
impresión de fe y de luz.
Y allí se sentaron los cinco jóvenes, a gustar en sus tazas de coco el rico
chocolate de la casa, que en hacerlo fragante era famosa. No tenía mucho
azúcar, ni era espeso. ¡Para gente mayor, el chocolate espeso! Adela,
caprichosa, pedía para sí la taza que tuviese más espuma.
Esta, Adela le dijo Juan, poniendo ante ella, antes de sentarse, una de
las tazas de coco negro, en la que la espuma hervía tornasolada.
¡Malvado! le dijo Adela, mientras que todos reían; ¡me has dado la
de la ardilla!
Eran unas tazas, extrañas también, en que Juan, amigo de cosas, patrias,
había sabido hacer que el artífice combinara la novedad y el arte. Las tazas
eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto, que los indígenas realzan con
caprichosas labores y leyendas, sumisas éstas como su condición, y aquellas
pomposas, atrevidas y extrañas, muy llenas de alas y de serpientes, recuerdos
tenaces de un arte original y desconocido que la conquista hundió en la tierra,
a botes de lanza. Y estos coquillos negros estaban muy pulidos por dentro, y
en todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza
descansaba en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o
fiera de América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata
también, del animal simbolizado en la trípode. En tres colas de ardilla se
asentaba la taza de Adela, y a su chocolate se asomaban las dos ardillas, como
a un mar de nueces. Dos quetzales altivos, dos quetzales de cola de tres
plumas, larga la del centro como una flecha verde, se asían a los bordes de la
taza de Ana: ¡el quetzal noble, que cuando cae cautivo o ve rota la pluma larga
de su cola, muere! Las asas de la taza de Lucía eran dos pumas elásticos y
fieros, en la opuesta colocación dedos enemigos que se acechan: descansaba
sobre tres garras de puma, el león americano. Dos águilas eran las asas de la
de Juan; y la de Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos capuchinos.
Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los débiles, y
como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual forma
suavísima del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es.
Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos
pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de familia que
asisten de tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto espíritu de
independencia en el pecado, que lo hace simpático cuando no es excesivo.
Pocas son por el mundo las criaturas que, hallándose con las encías provistas
de dientes, se deciden a no morder, o reconocen que hay un placer más
profundo que el de hincar los dientes, y es no usarlos. Pues, ¿para qué es la
dentadura, se dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para
lucirla, y triturar los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro era de los que
lucían la dentadura.
Incapaz, tal vez, de causar mal en conciencia, el daño estaba en que él no
sabía cuando causaba mal, o en que, siendo la satisfacción de un deseo, él no
veía en ella mal alguno, sino que toda hermosura, por serlo, le parecía de él, y
en su propia belleza, la belleza funesta de un hombre perezoso y adocenado,
veía como un título natural, título de león, sobre los bienes de la tierra, y el
mayor de ellos, que son sus bellas criaturas. Pedro tenía en los ojos aquel
inquieto centelleo que subyuga y convida: en actos y palabras, la insolente
firmeza que da la costumbre de la victoria, y en su misma arrogancia tal olvido
de que la tenía, que era la mayor perfección y el más temible encanto de ella.
Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre, por tierras de
afuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros nos parecen
con justicia infamias, aquel delicado concepto de la mujer sin el que, por
grandes esfuerzos que haga luego la mente, no le es lícito gozar, puesto que no
le es lícito creer en el amor de la más limpia criatura. Todos aquellos placeres
que no vienen derechamente y en razón de los afectos legítimos, aunque sean
champaña de la vanidad, son acíbar de la memoria. Eso en los más honrados,
que en los que no lo son, de tanto andar entre frutas estrujadas, llegan a
enviciarse los ojos de manera que no tienen más arte ni placer que los de
estrujar frutas. Solo Ana, de cuantas jóvenes había conocido a su vuelta de las
malas tierras de afuera, le había inspirado, aun antes de su enfermedad, un
respeto que en sus horas de reposo solía trocarse en un pensamiento
persistente y blando. Pero Ana se iba al cielo: Ana, que jamás hubiera puesto a
aquel turbulento mancebo de señor de su alma apacible, como un palacio de
nácar; pero que, por esa fatal perversión que atrae a los espíritus desemejantes,
no había visto sin un doloroso interés y una turbación primaveral, aquella rica
hermosura de hombre, airosa y firme, puesta por la naturaleza como vestidura
a un alma escasa, tal como suelen algunos cantantes transportar a inefables
deliquios y etéreas esferas a sus oyentes, con la expresión en notas querellosas
y cristalinas, blancas como las palomas o agudas como puñales, de pasiones
que sus espíritus burdos son incapaces de entender ni de sentir. ¿Quién no ha
visto romper en actos y palabras brutales contra su delicada mujer a un tenor
que acababa de cantar, con sobrehumano poder, el «Spirto Gentil» de la
Favorita? Tal la hermosura sobre las almas escasas.
Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles, por aquella
benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición a lo pintoresco de
las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño, que no se rompen sin gran
dolor del corazón, Juan quería a Pedro.
Hablaban de las últimas modas, de que en París se rehabilita el color verde,
de que en París, decía Pedro, nada más se vive.
Pues yo no decía Ana. Cuando Lucía sea ya señora formal, adonde
vamos los tres es a Italia y a España: ¿verdad, Juan?
Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha sido perfecto. A
Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en pueblo alguno de la
tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a Nápoles, donde el alma se siente
contenta, como si hubiera llegado a su término. ¿Tú no querrás, Lucía?
Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese cuarto la
Alhambra, y en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y así viajaremos!
Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París, quién sabe con
qué compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo todo, no de aquella
tranquila vida interior y regalada, al calor de la estufa, leyendo libros buenos,
después de curiosear discretamente por entre las novedades francesas, y
estudiar con empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino la vida
teatral y nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se vive,
siempre en pie, siempre cansado, siempre adolorido; la vida de las heroínas de
teatro, de las gentes que se enseñan, damas que enloquecen, de los nababs que
deslumbran con el pródigo empleo de su fortuna.
Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente, sacaba
ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el carácter, y se
preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia, las interioridades
luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decía cosas que, por la nobleza que
enseñaban o la felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas de ternura y
de piedad a los ojos de Ana. Adela y Pedro, en plena Francia, iban y venían,
como del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se viste con Worth.
La mano de la Judic es la más bonita de París. En las carreras es donde se
lucen los mejores vestidos. ¡Qué linda estaría Adela, en el pescante de un
coche de carreras, con un vestido de tila muy suave, adornado con
pasamanería de plata! ¡Ah, y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la
ciudad, qué pronto no se estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive con estas
trabas de aquí, donde todo es malo! La mujer es aquí una esclava disfrazada:
allí es donde es la reina. Eso es París ahora: el reinado de la mujer. Acá, todo
es pecado: si se sale, si se entra, si se da el brazo a un amigo, si se lee un libro
ameno. ¡Pero esa es una falta de respeto, eso es ir contra las obras de la
naturaleza! ¿Porque una flor nace en un vaso de Sevres, se la ha de privar del
aire y de la luz? ¿Porque la mujer nace más hermosa que el hombre, se le ha
de oprimir el pensamiento, y so pretexto de un recato gazmoño, obligarla a
que viva, escondiendo sus impresiones, como un ladrón esconde su tesoro en
una cueva? Es preciso, Adelita, es preciso. Las mujeres más lindas de París
son las sudamericanas. ¡Oh, no habría en París otra tan chispeante como
ella!».
Vea, Pedro interrumpió a este punto Ana, con aquella sonrisa suya que
hacía más eficaces sus reproches, déjeme quieta a Adela. Usted sabe que yo
pinto, ¿verdad?
Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de una luz que
sube; con muchos ángeles y serafines. ¿Por qué no nos enseñas el último, Ana
mía? Es lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.
¡Adela, Adela!
De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de jardín y el
ciclo es claro, muy claro y muy lindo. Un joven
muy buen mozo
vestido
con un traje gris muy elegante, se mira las manos asombrado. Acaba de
romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le han quedado las manos
manchadas de sangre.
¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?
Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un Manuel
Ocaranza, que hacía cosas como esas.
Entre los caballeros que rompen o manchan lirios quisiera yo que
tuviese éxito mi cuadro. ¡Quién pintara de veras, y no hiciera esos borrones
míos! Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy a hacer una copia
para usted.
¡Para mí! Juan, ¿por qué no es este el tiempo en que no era mal visto que
los caballeros besasen la mano a las damas?
Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar tan visible que
por todas partes le salte a los ojos. Y ¿por qué estamos hablando ahora de mis
obras maestras? ¡Ah! porque usted me le hablaba a Adela mucho de París.
¡Otro cuadro voy a empezar en cuanto me ponga buena! Sobre una colina voy
a pintar un monstruo sentado. Pondré la luna en cenit, para que caiga de lleno
sobre el lomo del monstruo, y me permita simular con líneas de luz en las
partes salientes los edificios de París más famosos. Y mientras la luna le
acaricia el lomo, y se ve por el contraste del perfil luminoso toda la negrura de
su cuerpo, el monstruo, con cabeza de mujer, estará devorando rosas. Allá por
un rincón se verán jóvenes flacas y desmelenadas que huyen, con las túnicas
rotas, levantando las manos al cielo.
Lucía dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído de su prima,
siempre absorta: ¡y que esta pobre Ana se nos muera!
Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella confusión y malestar que
la gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en la compañía íntima de
una de esas criaturas que pasan por la tierra, a manera de visión,
extinguiéndose plácidamente, con la feliz capacidad de adivinar las cosas
puras, sobrehumanas, y la hermosa indignación por la batalla de apetitos
feroces en que se consume, la tierra.
De fieras, yo conozco dos clases decía una vez Ana: una se viste de
pieles, devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de trajes elegantes,
come animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón. No somos más
que fieras reformadas.
Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas cosas
singulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida apenas del círculo
de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer y perdonar? ¿Se vive
antes de vivir? ¿O las estrellas, ganosas de hacer un viaje de recreo por la
tierra, suelen por algún tiempo alojarse en un cuerpo humano? ¡Ay! por eso
duran tan poco los cuerpos en que se alojan las estrellas.
¿Conque Ana pinta, y La Revista de Artes está buscando cuadros de
autores del país que dar a conocer, y este Juan pecador no ha hecho ya
publicar esas maravillas en La Revista?
Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos sacar a luz.
Ella no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue bastante
acabados para resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana, que Pedro Real tiene
razón.
¿Razón, Pedro Real? dijo Ana con una risa cristalina, de madre
generosa. No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no son
absolutamente necesarias, no deben hacerse sino cuando se pueden hacer
enteramente bien, y estas cosas que yo hago, que veo vivas y claras en lo
hondo de mi mente, y con tal realidad que me parece que las palpo, me quedan
luego en la tela tan contrahechas y duras que creo que mis visiones me van a
castigar, y me regañan, y toman mis pinceles de la caja, y a mí de una oreja, y
me llevan delante del cuadro para que vea cómo borran coléricas la mala
pintura que hice de ellas. Y luego, ¿qué he de saber yo, sin más dibujo que el
que me enseñó el señor Mazuchellí, ni más colores que estos tan pálidos que
saco de mí misma?
Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan, profundamente
interesado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de sí mismos
que gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten morir, iba diciendo
Ana. ¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y pensaba en otra cosa! Ana, sí,
Ana era muy buena; pero ¿qué derecho tenía Juan a olvidarse tanto de Lucía, y
estando a su lado, poner tanta atención en las rarezas de Ana? Cuando ella
estaba a su lado, ella debía ser su único pensamiento. Y apretaba sus labios; se
le encendían de pronto, como de un vuelco de la sangre las mejillas; enrollaba
nerviosamente en el dedo índice de la mano izquierda un finísimo pañuelo de
batista y encaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y lo desenrollaba con tal violencia,
que yendo rápidamente de una mano a la otra, el lindo pañuelo parecía una
víbora, una de esas víboras blancas que se ven en la costa yucateca.
Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis cuadritos
siguió Ana; sino porque cuando los estoy pintando, me alegro o me
entristezco como una loca, sin saber por qué: salto de contento, yo que no
puedo saltar ya mucho, cuando creo que con un rasgo de pincel le he dado a
unos ojos, o a la tórtola viuda que pinté el mes pasado, la expresión que yo
quería; y si pinto una desdicha, me parece que es de veras, y me paso horas
enteras mirándola, o me enojo conmigo misma si es de aquellas que yo no
puedo remediar, como en esas dos telitas mías que tú conoces, Juan, La madre
sin hijo y el hombre que se muere en un sillón, mirando en la chimenea el
fuego apagado: El hombre sin amor. No se ría, Pedro, de esta colección de
extravagancias. Ni diga que estos asuntos son para personas mayores; las
enfermas son como unas viejitas, y tienen derecho a esos atrevimientos.
Pero, ¿cómo le dijo Pedro subyugado, no han de tener sus cuadros
todo el encanto y el color de ópalo de su alma?
¡Oh! ¡Oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen gusto ser lisonjero.
La lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la Arcadia en la pintura:
¡cosa de principiantes!
Pero, ¿por qué decías, puso aquí Juan, que no querías exhibir tus
cuadros?
Porque como desde que los imagino hasta que los acabo voy poniendo
en ellos tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino mi alma misma, y
me da vergüenza de que me la vean, y me parece que he pecado con atreverme
a asuntos que están mejor para nube que para colores, y como solo yo sé
cuánta paloma arrulla, y cuánta violeta se abre, y cuánta estrella lucen lo que
pinto; como yo sola siento cómo me duele el corazón, o se me llena todo el
pecho de lágrimas o me laten las sienes, como si me las azotasen alas, cuando
estoy pintando; como nadie más que yo sabe que esos pedazos de lienzo, por
desdichados que me salgan, son pedazos de entrañas mías en que he puesto
con mi mejor voluntad lo mejor que hay en mí, ¡me da como una soberbia de
pensar que si los enseño en público, uno de esos críticos sabios o cabalierines
presuntuosos me diga, por lucir un nombre recién aprendido de pintor
extranjero, o una linda frase, que esto que yo hago es de Chaplin o de Lefevre,
o a mi cuadrito Flores vivas, que he descargado sobre él una escopeta llena de
colores! ¿Te acuerdas? ¡como si no supiera yo que cada flor de aquellas es una
persona que yo conozco, y no hubiera yo estudiado tres o cuatro personas de
un mismo carácter, antes de simbolizar el carácter en una flor! como si no
supiese yo quién es aquella rosa roja, altiva, con sombras negras, que se
levanta por sobre todas las demás en su tallo sin hojas, y aquella otra flor azul
que mira al cielo como si fuese a hacerse pájaro y a tender a él las alas, y aquel
aguinaldo lindo que trepa humildemente, como un niño castigado, por el tallo
de la rosa roja. ¡Malos! ¡Escopeta cargada de colores!
Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una flor, y en aquel
gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendría perpetuamente, para
que nunca se me desconsolase el alma.
Juan dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y levantándose:
¿quieres venir a oír el «Modi tu» que me trajiste el sábado? ¡No lo has oído
todavía!
¡Ah! y a propósito, no saben ustedes dijo Pedro como poniéndose ya
en pie para despedirse, que la cabeza ideal que ha publicado en su último
número La Revista de Artes
¿Qué cabeza? preguntó Lucía ¿una que parece de una virgen de
Rafael, pero con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz de un lirio?
Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la de una niña que
va a salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un pasmo de
hermosura: es la cabeza de Leonor del Valle.
Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un salto; y Juan alzó
del suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto.
CAPÍTULO II
Como veinte años antes de la historia que vamos narrando, llegaron a la
ciudad donde sucedió, un caballero de mediana edad y su esposa, nacidos
ambos en España, de donde, en fuerza de cierta indómita condición del
honrado don Manuel del Valle, que le hizo mal mirado de las gentes del poder
como cabecilla y vocero de las ideas liberales, decidió al fin salir el señor don
Manuel; no tanto porque no le bastase al Sustento su humilde mesa de
abogado de provincia, cuanto porque siempre tenía, por moverse o por estarse
quedo, al guindilla, como llaman allá al policía, encima; y porque, a
consecuencia de querer la libertad limpia y para buenos fines, se quedó con tan
pocos amigos entre los mismos que parecían defenderla, y lo miraban como a
un celador enojoso, que esto más le ayudó a determinar, de un golpe de
cabeza, venir a «las Repúblicas de América», imaginando, que donde no había
reina liviana, no habría gente oprimida, ni aquella trabilla de cortesanos
perezosos y aduladores, que a don Manuel le parecían vergüenza rematada de
su especie, y, por ser hombre él, como un pecado propio.
Era de no acabar de oírle, y tenerle que rogar que se calmase, cuando con
aquel lenguaje pintoresco y desembarazado recordaba, no sin su buena
cerrazón de truenos y relámpagos y unas amenazas grandes como torres, los
bellacos oficios de tal o de cual marquesa, que auxiliando ligerezas ajenas
querían hacer, por lo comunes, menos culpables las propias; o tal historia de
un capitán de guardias, que pareció bien en la corte con su ruda belleza de
montañés y su cabello abundante y alborotado, y apenas entrevió su buena
fortuna tomó prestados unos dineros, con que enrizarse, en lo del peluquero la
cabellera, y en lo del sastre vestir de paño bueno, y en lo del calzador
comprarse unos botitos, con que estar galán en la hora en que debía ir a
palacio, donde al volver el capitán con estas donosuras, pareció tan feo y
presumido que en poco estuvo que perdiese algo más que la capitanía. Y de
unas jiras, o fiestas de campo, hablaba de tal manera don Manuel, así como de
ciertas cenas en la fonda de un francés, que cuando contaba de ellas no podía
estar sentado; y daba con el puño sobre la mesa que le andaba cerca, como
para acentuar las palabras, y arreciaban los truenos, y abría cuantas ventanas o
puertas hallaba a mano. Se desfiguraba el buen caballero español, de santa ira,
la cual, como apenado luego de haberle dado riendas en tierra que al fin no era
la suya, venía siempre a parar en que don Manuel tocase en la guitarra que se
había traído cuando el viaje, con una ternura que solía humedecer los ojos
suyos y los ajenos, unas serenatas de su propia música, que más que de la
rondalla aragonesa que le servía como de arranque y ritornello, tenía de
desesperada canción de amores de un trovador muerto de ellos por la dama de
un duro castellano, en un castillo, allá tras de los mares, que el trovador no
había de ver jamás.
En esos días la linda doña Andrea, cuyas largas trenzas de color castaño
eran la envidia de cuantas se las conocían, extremaba unas pocas habilidades
de cocina, que se trajo de España, adivinando que complacería con ellas más
tarde a su marido. Y cuando en el cuarto de los libros, que en verdad era la
sala de la casa, centelleaba don Manuel, sacudiéndose más que echándose
sobre uno y otro hombro alternativamente los cabos de la capa que so pretexto
de frío se quitaba raras veces, era fijo que andaba entrando y saliendo por la
cocina, con su cuerpo elegante y modesto, la buena señora doña Andrea,
poniendo mano en un pisto manchego, o aderezando unas farinetas de
Salamanca que a escondidas había pedido a sus parientes en España, o
preparando, con más voluntad que arte, un arroz con chorizo, de cuyos
primores, que acababan de calmar las iras del republicano, jamás dijo mal don
Manuel del Valle, aun cuando en sus adentros reconociese que algo se había
quemado allí, o sufrido accidente mayor: o los chorizos, o el arroz, o
entrambos. ¡Fuera de la patria, si piedras negras se reciben de ella, de las
piedras negras parece que sale luz de astro!
Era de acero fino don Manuel, y tan honrado, que nunca, por muchos que
fueran sus apuros, puso su inteligencia y saber, ni excesivos ni escasos, al
servicio de tantos poderosos e intrigantes como andan por el mundo, quienes
suelen estar prontos a sacar de agonía a las gentes de talento menesterosas, con
tal que éstas se presten a ayudar con sus habilidades el éxito de las tramas con
que aquellos promueven y sustentan su fortuna: de tal modo que, si se va a ver,
está hoy viviendo la gente con tantas mañas, que es ya hasta de mal gusto ser
honrado.
En este diario y en aquel, no bien puso el pie en el país, escribió el señor
Valle con mano ejercitada, aunque un tanto febril y descompuesta, sus
azotainas contra las monarquías y vilezas que engendra, y sus himnos,
encendidos como cantos de batalla, en loor de la libertad, de que «los campos
nuevos y los altos montes y los anchos ríos de esta linda América, parecen
natural sustento».
Mas a poco de esto, hacía veinticinco años a la fecha de nuestra historia
tales cosas iba viendo nuestro señor don Manuel que volvió a tomar la capa,
que por inútil había colgado en el rincón más hondo del armario, y cada día se
fue callando más, y escribiendo menos, y arrebujándose mejor en ella, hasta
que guardó las plumas, y muy apegado ya a la clemente temperatura del país y
al dulce trato de sus hijos para pensar en abandonarlo, determinó abrir escuela;
si bien no introdujo en el arte de enseñar, por no ser aun este muy sabido
tampoco en España, novedad alguna que acomodase mejor a la educación de
los hispanoamericanos fáciles y ardientes, que los torpes métodos en uso, ello
es que con su Iturzaeta y su Aritmética de Krüger y su Dibujo Lineal, y unas
encendidas lecciones de Historia, de que salía bufando y escapando Felipe
Segundo como comido de llamas, el señor Valle sacó una generación de
discípulos, un tanto románticos y dados a lo maravilloso, pero que fueron a su
tiempo mancebos de honor y enemigos tenaces de los gobiernos tiránicos.
Tanto que hubo vez en que, por cosas como las de poner en su lugar a Felipe
Segundo, estuvo a punto el señor don Manuel de ir, con su capa y su cuaderno
de Iturzaeta, a dar en manos de los guindillas americanos «en estas
mismísimas Repúblicas de América». A la fecha de nuestra historia, hacía ya
unos veinticinco años de esto.
Tan casero era don Manuel, que apenas pasaba año sin que los discípulos
tuviesen ocasión de celebrar, cuál con una gallina, cuál con un par de
pichones, cuál con un pavo, la presencia de un nuevo ornamento vivo de la
casa.
Y ¿qué ha sido, don Manuel? ¿Algún Aristogitón que haya de librar a la
patria del tirano?
¡Calle usted, paisano, calle usted; un malakoff más! Malakoff,
llamaban entonces, por la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en
llano se ha llamado siempre miriñaque o crinolina.
Y don Manuel quería mucho a sus hijos, y se prometía vivir cuanto pudiese
para ellos; pero le andaba desde hacía algún tiempo por el lado izquierdo del
pecho un carcominillo que le molestaba de verdad, como una cestita de llamas
que estuviera allí encendida, de día y de noche, y no se apagase nunca. Y
como cuando la cestita le quemaba con más fuerza sentía él un poco
paralizado el brazo del corazón, y todo el cuerpo vibrante como las cuerdas de
un violín, y después de eso le venían de pronto unos apetitos de llorar y una
necesidad de tenderse por tierra, que le ponían muy triste, aquel buen don
Manuel no veía sin susto cómo le iban naciendo tantos hijos, que en el caso de
su muerte habían de ser más un estorbo que una ayuda para «esa pobre
Andrea, que es mujer muy señora y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».
Cinco hijas llegó a tener don Manuel del Valle, mas antes de ellas le había
nacido un hijo, que desde niño empezó a dar señales de ser alma de pro. Tenía
gustos raros y bravura desmedida, no tanto para lidiar con sus compañeros,
aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como para afrontar situaciones
difíciles, que requerían algo más que la fiereza de la sangre o la presteza de los
puños. Una vez, con unos cuantos compañeros suyos, publicó en el colegio un
periodiquín manuscrito, y por supuesto revolucionario, contra cierto pedante
profesor que prohibía a sus alumnos argumentarles sobre los puntos que les
enseñaba; y como un colegial aficionado al lápiz pintase de pavo real a este
maestrazo, en una lámina repartida con el periodiquín, y don Manuel, en vista
de la queja del pavo real, amenazara en sala plena con expulsar del colegio en
consejo de disciplina al autor de la descortesía, aunque fuese su propio hijo, el
gentil Manuelillo, digno primogénito del egregio varón, quiso quitar de sus
compañeros toda culpa, y echarla entera sobre sí; y levantándose de su asiento,
dijo, con gran perplejidad del pobre don Manuel, y murmullos de admiración
de la asamblea:
Pues, señor Director: yo solo he sido.
Y pasaba las noches en claro, luego que se le extinguía la vela escasa que
le daban, leyendo a la luz de la luna. O echaba a caminar, con las Empresas de
Saavedra Fajardo bajo el brazo, por las calles umbrosas de la Alameda, y
creyéndose a veces nueva encarnación de las grandes figuras de la historia,
cuyos gérmenes le parecía sentir en sí, y otras desesperando de hacer cosa que
pudiera igualarlo a ellas, rompía a llorar, de desesperación y de ternura. O se
iba de noche a la orilla de la mar, a que le salpicasen el rostro las gotas frescas
que saltaban del agua salada al reventar contra las rocas.
Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto caballo veía a su
alcance: y mejor si lo hallaba en pelo; y si había que saltar una cerca mejor. En
una noche se aprendía los libros que en todo el año escolar no podían a veces
dominar sus compañeros; y aunque la Historia Natural y la Universal y cuanto
añadiese algo útil a su saber y le estimulase el juicio y la verba, eran sus
materias preferidas, a pocas ojeadas penetraba el sentido de la más negra
lección de Álgebra, tanto que su maestro, un ingeniero muy mentado y brusco,
le ofreció enseñarle, en premio de su aplicación, la manera de calcular lo
infinitésimo.
Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en boga entonces, unas
letrillas y artículos de costumbres que ya mostraban a un enamorado de la
buena lengua; pero a poco se soltó por natural empuje, con vuelos suyos
propios, y empezó a enderezar a los gobernantes que no dirigen honradamente
a sus pueblos, unas odas tan a lo pindárico, y recibidas con tal favor entre la
gente estudiantesca, que en una revuelta que tramaron contra el Gobierno unos
patricios que andaban muy solos, pues llevaban consigo la buena doctrina, fue
hecho preso don Manuelillo, quien en verdad tenía en la sangre el microbio
sedicioso; y bien que tuvieron que empeñarse los amigos pudientes de don
Manuel para que en gracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su
padre, riñéndole con los labios, en que le temblaban los bigotes, como los
árboles cuando va a caer la lluvia, y aprobándole con el corazón, envió a
seguir, en lo que cometió grandísimo error, estudios de Derecho en la
Universidad de Salamanca, más desfavorecida que otras de España, y no muy
gloriosa ahora, pero donde tenía la angustiada doña Andrea los buenos
parientes que le enviaban las farinetas.
Se fue el de las odas en un bergantín que había venido cargado de vinos de
Cádiz; y sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa de su patria los ojos
anegados de tan triste manera, que a pesar del águila nueva que llevaba en el
alma, le parecía que iba todo muerto y sin capacidad de resurrección y que era
él como un árbol prendido a aquella costa por las raíces, al que el buque
llevaba atado por las ramas pujando mar afuera, de modo que sin raíces se
quedaba el árbol, si lograba arrancarlo de la costa la fuerza del buque, y moría:
o como el tronco no podía resistir aquella tirantez, se quebraría al fin, y moría
también; pero lo que don Manuelillo veía claro, era que moría de todos modos.
Lo cual, ¡ay! fue verdad, cuatro años más tarde, cuando de Salamanca había
hallado aquel niño manera de pasar, como ayo en la casa de un conde carlista,
a estudiar a Madrid. Se murió de unas fiebres enemigas, que le empezaron con
grandes aturdimientos de cabeza, y unas visiones dolorosas y tenaces que él
mismo describía en su cama revuelta, de delirante, con palabras fogosas y
desencajadas, que parecían una caja de joyas rotas; y sobre todo, una visión
que tenía siempre delante de los ojos, y creía que se le venía encima, y le
echaba un aire encendido en la frente, y se iba de mal humor, y se volvía a él
de lejos, llamándole con muchos brazos: la visión de una palma en llamas. En
su tierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban cubiertas de palmas.
No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque
bien pudo ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, se
sentó un día en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la guitarra al lado,
como si sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez que un frescor
húmedo y sabroso, que no era el de todos los días, sino mucho más grato.
Doña Andrea estaba sentada en una banqueta a sus pies, y, lo miraba con los
ojos secos, y crecidos, y le tenía las manos. Dos hijas lloraban abrazadas en un
rincón: la mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los cabellos, o lo
entretenía con frases zalameras, mientras le preparaba una bebida; de pronto,
desasiéndose bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió don Manuel los
brazos y los labios como buscando aire; los cerró violentamente alrededor de
la cabeza de doña Andrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se
irguió como si quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el
respaldo del asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como
cuando en tormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta
al muelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior del cuerpo
se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y sonriendo,
con la mano casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó muerto.
Pero nunca se lo quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban que
el padre no escribía porque sufría de reumatismo en las manos, para que no le
entrase el miedo por las angustias de la casa, y quisiese venir a socorrerlas,
interrumpiendo antes de tiempo sus estudios. Y era también que doña Andrea
conocía que su pobre hijo había nacido comido de aquellas ansias de
redención y evangélica quijotería que le habían enfermado el corazón al padre,
y acelerado su muerte, y como en la tierra en que vivían había tanto que
redimir, y tanta cosa cautiva que libertar, y tanto entuerto que poner derecho,
veía la buena Madre, con espanto, la hora de que su hijo volviese a su patria,
cuya hora, en su pensar, sería la del sacrificio de Manuelillo.
¡Ay! decía doña Andrea, una vez que un amigo, de la casa le
hablaba con esperanzas del porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos hará aún
más infelices sin quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a sí
mismo. Él no sabe hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de
todos modos, por desdicha de doña Andrea, Manuelillo había partido de la
tierra antes de volver a ver la suya propia, ¡detrás de la palma encendida!
¿Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no
piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en
tierra extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente
con los productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a
Manuelillo a mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.
Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las
antiguas vallas sociales y las finezas de la educación, ha venido a crearse una
nueva y vastísima clase de aristócratas de la inteligencia, con todas las
necesidades de parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya habido
tiempo aun, en lo rápido del vuelco, para que el cambio en la organización y
repartimiento de las fortunas corresponda a la brusca alteración en las
relaciones sociales, producidas por las libertades políticas y la vulgarización
de los conocimientos. Una hacienda ordenada es el fondo de la felicidad
universal. Y búsquese en los pueblos, en las casas, en el amor mismo más
acendrado y seguro, la causa de tantos trastornos y rupturas, que los oscurecen
y afean, cuando no son causa del apartamiento, o de la muerte, que es otra
forma de él: la hacienda es el estómago de la felicidad. Maridos, amantes,
personas que aun tenéis que vivir y anheláis prosperar: ¡organizad bien vuestra
hacienda!
De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la casa de don Manuel,
obligado con sus medios de hombre pobre a mantenerse, aunque sin
ostentación ni despilfarro, como caballero rico. ¿Ni quién se niega, si los
quiere bien, a que sus hijos brillantes e inteligentes, aprendan esas cosas de
arte, el dibujar, el pintar, el tocar piano, que alegran tanto la casa, y elevan, si
son bien comprendidas y caen en buena tierra, el carácter de quien las posee,
esas cosas de arte que apenas hace un siglo eran todavía propiedad casi
exclusiva de reinas y princesas? ¿Quién que ve a sus pequeñines finos y
delicados, en virtud de esa aristocracia del espíritu que en estos tiempos
nuevos han sustituido a la aristocracia degenerada de la sangre, no gusta de
vestirlos de linda manera, en acuerdo con el propio buen gusto cultivado, que
no se contenta con falsificaciones y bellaquerías, y de modo que el vestir
complete y revele la distinción del alma de los queridos niños? Uno, padrazo
ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta con un traje
negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se está
bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien hemos
hecho sufrir tanto! ¡Para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos, y nos
ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los
conquistadores! ¡Para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!
De manera que, cuando don Manuel murió, solo había en la casa los
objetos de su uso y adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen gusto
que la holgura, los libros de don Manuel, que miraba la madre como
pensamientos vivos de su esposo, que debían guardarse íntegros a su hijo
ausente, y los enseres de la escuela, que un ayudante de don Manuel, que
apenas le vio muerto se alzó con la mayor parte de sus discípulos, halló
manera de comprar a la viuda, abandonada así por el que en conciencia debió
continuar ayudándola, en una suma corta, la mayor, sin embargo, que después
de la muerte de don Manuel se vio nunca en aquella pobre casa. Hacen pensar
en las viudas las palmas caídas.
Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en cuando qué tal le
iba yendo a la pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su suerte. Ya ella
sabía: en cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar. Para cualquier
cosa, para cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en visita solemne,
en día de fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y se iban
haciendo muchas cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen hacer
olvidar la mayor intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio más
activo. Da espanto ver cuán sola se queda una casa en que ha entrado la
desgracia: da deseos de morir.
¿Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas ya crecidas; con
el hijo en España, aunque ya el noble mozo había prohibido, aun suponiendo a
su padre vivo, que le enviasen dinero? ¿Qué se haría con sus hijas pequeñas,
que eran, las tres, por lo modestas y unidas, la gala del colegio; con Leonor, la
última flor de sus entrañas, la que las gentes detenían en la calle para mirarla a
su placer, asombradas de su hermosura? ¿Qué se haría doña Andrea? Así,
cortado el tronco, se secan las ramas del árbol, un tiempo verdes, abandonadas
sobre la tierra. ¡Pero los libros de don Manuel no! esos no se tocaban: nada
más que a sacudirlos, en la piececita que les destinó en la casa pobrísima que
tomó luego, permitía la señora que entrasen una vez al mes. O cuando, ciertos
domingos, las demás niñas iban a casa de alguna conocida a pasar la tarde,
doña Andrea se entraba sola en la habitación, con Leonor de la mano, y allí a
la sombra de aquellos tomos, sentada en el sillón en que murió su marido, se
abandonaba a conversaciones mentales, que parecían hacerle gran bien,
porque salía de ellas en un estado de silenciosa majestad, y como más clara de
rostro y levantada de estatura; de tal modo que las hijas cuando volvían de su
visita, conocían siempre, por la mayor blandura en los ademanes, y expresión
de dolorosa felicidad de su rostro, si doña Andrea había estado en el cuarto de
los libros. Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre en
aquellas entrevistas: sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años, se
sentaba en la falda de su madre, apretada en su regazo o abrazada a su cuello,
o se echaba a sus pies, reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos
finos jugaba la viuda, distraída. De vez en cuando, pocas vedes, la cogía doña
Andrea en un brusco movimiento en sus brazos, y besando con locura la
cabeza de la niña rompía en amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente,
humedecía en todo este tiempo la mano de su madre con sus besos.
De España se trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea menos, que era
de familia hidalga y pobre. Y todo, poco a poco, para atender a las necesidades
de la casa, fue saliendo de ella: hasta unas perlas margaritas que había llevado
de América a Salamanca un tío, abuelo de doña Andrea, y un aguacate de
esmeralda de la misma procedencia, que recibió de sus padres como regalo de
matrimonio; hasta unas cucharas y vasos de plata que se estrenaron cuando se
casó la madre de don Manuel, y este solía enseñar con orgullo a sus amigos
americanos, para probar en sus horas de desconfianza de la libertad, cuánto
más sólidos eran los tiempos, cosas y artífices de antaño.
Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos de inclementes
compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos;
una colección de monedas romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las
árabes estimulaban la fantasía y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez
que el padre le permitía curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca,
que nunca fue loca, a menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta,
escrita de manos del secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan
tiernas que dejaban enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente
conmovidas las entrañas.
Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había estimado mucho, y
mostraba con la fruición de un goloso que se complace traviesamente en hacer
gustar a sus amigos un plato cuya receta está decidido a no dejarles conocer
jamás: un estudio en madera de la cabeza de San Francisco, de Alonso Cano, y
un dibujo de Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del mismo Rafael.
Con las cucharas de plata se pagó un mes la casa; la esmeralda dio para
tres meses; con las monedas fueron ayudándose medio año. Un desvergonzado
compró la cabeza, en un día de angustia, en cinco pesos. Un tanto se
auxiliaban con unos cuantos pesos que, muy mal cobrados y muy regañados,
ganaban doña Andrea y las hijas mayores enseñando a algunas niñas pequeñas
del barrio pobre donde habían ido a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de
Goya, ese si se vendió bien. Ese, él solo, produjo tanto como las margaritas y
las cucharas de plata, y el aguacate. El dibujo de Goya, única prenda que no se
arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró
Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre
extremada por los gastos en que la puso una enfermedad grave de su niña
Leonor, se halló un día pensando con espanto en que era necesario venderlos,
compró los libros a doña Andrea, mas no se los llevó consigo, sino que se los
dejó a ella «porque él no tenía donde ponerlos, y cuando los necesitase, ya se
los pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y doña Andrea sabía de sobra
que suele ser ruin, para que ese día no hubiese satisfecho su impulso de besar a
Juan la mano.
Pero Juan, joven rico y de padres y amistades que no hacían suponer que
buscase esposa en aquella casa desamparada y humilde, comprendió que no
debía ser visita de ella, donde ya eran alegría de los ojos y del corazón, más
por lo honestas que por lo lindas, las dos niñas mayores, y muy distraído el
pensamiento en cosas de la mayor alteza, y muy fino y generoso, y muy sujeto
ya por el agradecimiento del amor que le mostraba a su prima Lucía, ni
visitaba frecuentemente la casa de doña Andrea, ni hacía alarde de no visitarla,
como que le llevó su propio médico cuando la enfermedad de Leonor, y volvió
cuando la venta de los libros, y cuando sabía alguna aflicción de la señora, que
con su influjo, el no con su dinero que solía escasearle, podía tener remedio.
Lo que, como un lirio de noche en una habitación oscura, tuvo en medio de
todas estas agonías iluminada el alma de doña Andrea, y le aseguró en su
creencia bondadosa en la nobleza de la especie humana, fue que, ya porque en
realidad le apenase la suerte de la viuda, ya porque creyera que había de
parecer mal, siendo como el don Manuel bien querido, y maestro como ella,
que permitieran la salida de sus hijas del colegio por falta de paga, la directora
del Instituto de la Merced, el más famoso y rico del país, hizo un día, en un
hermoso coche, una visita, que fue muy sonada, a casa de doña Andrea, y allí
le dijo magnánimamente, cosa que enseguida vociferó y celebró mucho la
prensa, que las tres niñas recibirían en su colegio, si ella no lo mandaba de
otro modo, toda su educación, como externas, sin gasto alguno. Aquella vez sí
que doña Andrea, sin los miramientos que en el caso de Juan habían más tarde
de impedírselo, cubrió de besos la mano de la directora, quien la trató con una
hermosa bondad pontificia, y como una mujer inmaculada trata a una culpable,
tras de lo cual se volvió muy oronda a su colegio, en su arrogante coche.
Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que, aunque no las había
en el colegio más aplicadas que ellas, ni que llevaran los vestiditos más
blancos y bien cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen mayor
compostura, los vales a fin de semana, y los primeros puestos en las
competencias, y los premios en los exámenes, no eran nunca para ellas; los
regaños, sí. Cuando la niña del ministro había derramado un tintero, de seguro
que no había sido la niña del ministro, ¿cómo había de ser la hija del ministro?
había sido una de las tres niñas del Valle. La hija de Mr. Floripond, el
poderoso banquero, la fea, la huesuda, la descuidada, la envidiosa Iselda, había
escondido, donde no pudiese ser hallado, su caja de lápices de dibujar: por
supuesto, la caja no aparecía: «¡Allí todas las niñas tenían dinero para comprar
sus cajas! ¡Las únicas que no tenían dinero allí eran las tres del Valle!» y las
registraban, a las pobrecitas, que se dejaban registrar con la cara llena de
lágrimas, y los brazos en cruz, cuando por fortuna la niña de otro banquero,
menos rico que Mr. Floripond, dijo que había visto a Iselda poner la caja de
lápices en la bolsa de Leonor. Pero tan buenas, y serviciales fueron, tan
apretaditas se sentaban siempre las tres, sin jugar, o jugando entre sí, en la
hora de recreo; con tal mansedumbre obedecían los mandatos más
destemplados e injustos; con tal sumisión, por el amor de su madre,
soportaban aquellos rigores, que las ayudantes del colegio, solas y
desamparadas ellas mismas, comenzaron a tratarlas con alguna ternura, a
encomendarles la copia de las listas de la clase, a darles a afilar sus lápices, a
distinguirlas con esos pequeños favores de los maestros que ponen tan orondos
a los niños, y que las tres hijas de del Valle recompensaban con una premura
en el servirlos y una modestia y gracia tal, que les ganaba las almas más duras.
Esta bondadosa disposición de las ayudantes subió de punto cuando la
directora, que no tenía hijos, y era aún una muy bella mujer, dio muestras de
aficionarse tan especialmente a Leonor, que algunas tardes la dejaba a comer a
su mesa, enviándola luego a doña Andrea con un afectuoso recado; y un
domingo la sacó a pasear en su carruaje, complaciéndose visiblemente aquel
día en responder con su mejor sonrisa a todos los saludos.
Porque los que poseen una buena condición, si bien la persiguen
implacablemente en los demás cuando por causa de la posición o edad de
estos, teman que lleguen a ser rivales, se complacen, por el contrario, por una
especie de prolongación de egoísmo y por una fuerza de atracción que parece
incontrastable y de naturaleza divina, en reconocer y proclamar en otros la
condición que ellos mismos poseen, cuando no puede llegar a estorbarles.
Se aman y admiran a sí propios en los que, fuera ya de este peligro de
rivalidad, tienen las mismas condiciones de ellos. Los miran como una
renovación de sí mismos, como un consuelo de sus facultades que decaen,
como si se viesen aun a sí propios tales como son aquellas criaturas nuevas, y
no como ya van siendo ellos. Y las atraen a sí, y las retienen a su lado, como si
quisiesen fijar, para que no se les escapase, la condición que ya sienten que los
abandona. Hay, además, gran motivo de orgullo en oír celebrar la especie de
mérito por que uno se distingue.
Verdad es que no había tampoco mejor manera de llamar la atención sobre
sí que llevar cerca a Leonor. ¡Qué mirada, que parecía una plegaria! ¡Qué
óvalo el del rostro, más perfecto y puro! ¡Qué cutis, que parecía que daba luz!
¡Qué encanto en toda ella, y qué armonía! De noche doña Andrea, que como a
la menor de sus hijas la tuvo siempre en su lecho, no bien la veía dormida, la
descubría para verla mejor; le apartaba los cabellos de la frente y se los alzaba
por detrás para mirarle el cuello, le tomaba las manos, como podía tomar dos
tórtolas, y se las besaba cuidadosamente; le acariciaba los pies, y se los cubría
a lentos besos.
Alfombra hubiera querido ser doña Andrea, para que su hija no se
lastimase nunca los pies, y para que anduviese sobre ella. Alfombra, cinta para
su cuello, agua, aire, todo lo que ella tocase y necesitase para vivir, como si no
tuviese otras hijas, quería ser para ella doña Andrea. Solía Leonor despertarse
cuando su madre estaba contemplándola de esta manera; y entreabriendo
dichosamente los ojos amantes y atrayéndola a sí con sus brazos, se dormía
otra vez, con la cabeza de su madre entre ellos; de su madre que apenas
dormía.
¡Cómo no padecería la pobre señora cuando la directora del colegio,
estando ya Leonor en sus trece años, la vino a ver, como quien hace un gran
servicio, y en verdad para el porvenir de Leonor lo era, para que lo permitiese
retener a Leonor en el colegio como alumna interna! En el primer instante,
doña Andrea se sintió caer al suelo, y, sin palabras, se quedó mirando a la
directora fijamente, como a una enemiga. De pensarlo no más, ya le pareció
que le habían sacado el corazón del pecho.
Balbuceó las gracias. La directora entendió que aceptaba.
Leonor, doña Andrea, está destinada por su hermosura a llamar la
atención de una manera extraordinaria. Es niña todavía, y ya ve usted cómo
anda por la ciudad la fama de su belleza. Usted comprende que a mí me es
más costoso tenerla en el colegio como a interna; pero creo de mi deber, por
cariño a usted y al señor don Manuel, acabar mi obra.
Y la madre parecía que quería adelantar una objeción; y la mujer hermosa,
que en realidad, en fuerza de la plácida beldad de Leonor, había concebido por
ella un tierno afecto, decía precipitadamente estas buenas razones, que la
madre veía lucir delante de sí, como puñales encendidos.
Porque usted ve, doña Andrea, que la posición de Leonor en el mundo,
va a ser sumamente delicada. La situación a que están ustedes reducidas las
obliga a vivir apartadas de la sociedad, y en una esfera en que, por su misma
distinción natural y por la educación que está recibiendo, no puede encontrar
marido proporcionado para ella. Acabando de educarse en mi colegio como
interna, se rozará mucho más, en estos tres años, con las niñas más elegantes y
ricas de la ciudad, que se harán sus amigas íntimas; yo misma iré cuidando
especialmente de favorecer aquellas amistades que le puedan convenir más
cuando salga al mundo, y le ayuden a mantenerse en una esfera a que de otro
modo, sin más que su belleza, en la posición en que ustedes están, no podría
llegar nunca. Hermosa e inteligente como es, y moviéndose en buenos
círculos, será mucho más fácil que inspire el respeto de jóvenes que de otro
modo la perseguirían sin respetarla, y encuentre acaso entre ellos el marido
que la haga venturosa. ¡Me espanta, doña Andrea dijo la directora que
observaba el efecto de sus palabras en la pobre madre, me espanta pensar en
la suerte que correría Leonor, tan hermosa como va a ser, en el desamparo en
que tienen ustedes que vivir, sobre todo si llegase usted a faltarle! Piense usted
en que necesitamos protegerla de su misma hermosura.
Y la directora, ya apiadada del gran dolor reflejado en las facciones de
doña Andrea, que no tenía fuerzas para abrir los labios, ya deseosa de alcanzar
con halagos su anhelo, había tomado las manos de doña Andrea, y se las
acariciaba bondadosamente.
Entró Leonor en este instante, y en el punto de verla, fue como si los
torrentes de llanto apretados por la agonía se saliesen al fin de sus ojos; no dijo
palabras, sino inolvidables sollozos; y se lanzó al encuentro de su hija, y se
abrazó con ella estrechísimamente.
Yo no iré, mamá, yo no iré le decía Leonor al oído, sin que lo oyese
la directora; aunque ya Leonor le había dicho a esta que, si quería doña
Andrea, ella quería ir.
A los pocos momentos doña Andrea, pálida, sentada ya junto a Leonor, a
quien tenía de la mano, pudo por fin hablar. ¡Porque era ceder a cuanto le
quedaba de don Manuel, a aquellas noches queridas suyas de silencio, en que
su alma, a solas con su amargura y con su niña, recordaba y vivía; porque
conforme se había ido apartando de todo, en sus hijas, y en Leonor, como un
símbolo de todas ellas, se había refugiado, con la tenacidad de las almas
sencillas que no tienen fuerza más que para amor; porque dar a Leonor era
como dar todas las luces y todas las rosas de la vida!
Por fin pudo hablar, y con una voz opaca y baja, como de quien habla de
muy lejos, dijo:
Bueno, señora, bueno. Y Dios le pagará su buena intención. Leonor se
quedará en el colegio.
Y ya hemos visto en los comienzos de esta historia que estaba Leonor a
punto de salir de él.
CAPÍTULO III
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? Era
como la mañana que sigue al día en que se ha revelado un orador poderoso.
Era como el amanecer de un drama nuevo. Era esa conmoción inevitable que,
a pesar de su vulgaridad ingénita, experimentan los hombres cuando aparece
súbitamente ante ellos alguna cualidad suprema. Después se coligan todos, en
silencio primero, abiertamente luego, y dan sobre lo que admiraron. Se irritan
de haber sido sorprendidos. Se encolerizan sordamente, por ver en otro la
condición que no poseen. Y mientras más inteligencia tengan para comprender
su importancia, más la abominan, y al infeliz que la alberga. Al principio, por
no parecer envidiosos, hacen como que la acatan: y, como que es de fuertes no
temer, ponen un empeño desmedido en alabar al mismo a quien envidian, pero
poco a poco, y sin decirse nada, reunidos por el encono común, van
agrupándose, cuchicheando, haciéndose revelaciones. Se ha exagerado. Bien
mirado, no es lo que se decía. Ya se ha visto eso mismo. Esos ojos no deben
ser suyos. De seguro que se recorta la boca con carmín. La línea de la espalda
no es bastante pura. No, no es bastante pura. Parece como que hay una verruga
en la espalda. No es verruga, es lobanillo. No es lobanillo, es joroba. Y acaba
la gente por tener la joroba en los ojos, de tal modo que llega de veras a verla
en la espalda, ¡porque la lleva en sí! Ea; eso es fijo: los hombres no perdonan
jamás a aquellos a quienes se han visto obligados a admirar.
Pero allá, en un rincón del pecho, duerme como un portero soñoliento la
necesidad de la grandeza. Es fama que, para dar al champaña su fragancia,
destilan en cada botella, por un procedimiento desconocido, tres gotas de un
licor misterioso. Así la necesidad de la grandeza, como esas tres gotas
exquisitas, está en el fondo del alma. Duerme como si nunca hubiese de
despertar, ¡oh, suele dormir mucho! ¡Oh, hay almas en que el portero no
despierta nunca! Tiene el sueño pesado, en cosas de grandeza, y sobre todo en
estos tiempos, el alma humana. Mil duendecillos, de figuras repugnantes,
manos de araña, vientre hinchado, boca encendida, de doble hilera de dientes,
ojos redondos y libidinosos, giran constantemente alrededor de portero
dormido, y le echan en los oídos jugo de adormideras, y se lo dan a respirar, y
se lo untan en las sienes, y con pinceles muy delicados le humedecen las
palmas de las manos, y se les encuclillan sobre las piernas, y se sientan sobre
el respaldo del sillón, mirando hostilmente a todos lados, para que nadie se
acerque a despertar al portero: ¡mucho suele dormir la grandeza en el alma
humana! Pero cuando despierta, y abre los brazos, al primer movimiento pone
en fuga a la banda de duendecillos de vientre hinchado. Y el alma entonces se
esfuerza en ser noble, avergonzada de tanto tiempo de no haberlo sido. Solo
que los duendecillos están escondidos detrás de las puertas, y cuando les
vuelve a picar el hambre, porque se han jurado comerse al portero poco a
poco, empiezan a dejar escapar otra vez el aroma de las adormideras, que a
manera de cendales espesos va turbando los ojos y velando la frente del
portero vencido; y no ha pasado mucho tiempo desde que puso a los duendes
en fuga, cuando ya vuelven estos en confusión, se descuelgan de las ventanas,
se dejan caer por las hojas de las puertas, salen de bajo las losas
descompuestas del piso, y abriendo las grandes bocas en una risa que no
suena, se le suben agilísimamente por las piernas y brazos, y uno se le para en
un hombro, y otro se le sienta en un brazo, y todos agitan en alto, con un ruido
de rata que roe, las adormideras. Tal es el sueño del alma humana.
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle?
De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta
alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una
elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían a
alcanzar jamás. Tal como suelen los astros juntarse en el cielo, ¡ay! para
chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen
encontrarse en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro
genio, la hermosura.
De fama singular había venido precedido a la ciudad el pianista húngaro
Keleffy. Rico de nacimiento, y enriquecido aun más por su arte, no viajaba,
como otros, en busca de fortuna. Viajaba porque estaba lleno de águilas, que le
comían el cuerpo, y querían espacio ancho, y se ahogaban en la prisión de la
ciudad. Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar, y la halló
luego como una copa sorda, en que las armonías de su alma no encontraban
eco, de lo que le vino postración tan grande que ni fuerzas tenía aquel músicoatleta,
para mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un amigo leal
del brazo, y le dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo luego al mar,
cuyas músicas se le entraron por el alma medio muerta, se quedaron en ella,
sentadas y con la cabeza alta, como leones que husmean el desierto, y salieron
al fin de nuevo al mundo en unas fantasías arrebatadas que en el barco que lo
llevaba por los mares improvisaba Keleffy, las que eran tales, que si se
cerraban los ojos cuando se las oía, parecía que se levantaban por el aire,
agrandándose conforme subían, unas estrellas muy radiosas, sobre un cielo de
un negro hondo y temible, y otras veces, como que en las nubes de colores
ligeros iban dibujándose unas como guirnaldas de flores silvestres, de un azul
muy puro, de que colgaban unos cestos de luz: ¿qué es la música sino la
compañera y guía del espíritu en su viaje por los espacios? Los que tienen ojos
en el alma, han visto eso que hacían ver las fantasías que en el mar
improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por lo que niegan muy orondos
que lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es seguro que un topo no ha
podido jamás concebir un águila.
Keleffy viajaba por América, porque le habían dicho que en nuestro cielo
del Sur lucen los astros como no lucen en ninguna otra parte del cielo, y
porque le hablaban de unas flores nuestras, grandes como cabeza de mujer y
blancas como la leche, que crecen en los países del Atlántico, y de unas anchas
hojas que se crían en nuestra costa exuberante, y arrancan de la madre tierra y
se tienden voluptuosamente sobre ella, como los brazos de una divinidad
vestida de esmeraldas, que llamasen, perennemente abiertas, a los que no
tienen miedo de amar los misterios y las diosas.
Y aquel dolor de vivir sin cariño, y sin derecho para inspirarlo ni aceptarlo,
puesto que estaba ligado a una mujer a quien no amaba; aquel dolor que no
dormía, ni tenía paces, ni le quería salir del pecho, y le tenía la fantasía como
apretada por serpientes, lo que daba a todo su música un aire de combate y
tortura que solía privarla del equilibrio y proporción armoniosa que las obras
durables de arte necesitan; aquel dolor, en un espíritu hermoso que, en la
especie de peste amatoria que está enllagando el mundo en los pueblos
antiguos, había salvado, como una paloma herida, un apego ardentísimo a lo
casto; aquel dolor, que a veces con las manos crispadas se buscaba el triste
músico por sobre el corazón, como para arrancárselo de raíz, aunque se tuviera
que arrancar el corazón con él; aquel dolor no le dejaba punto de reposo, le
hacía parecer a las veces extravagante y huraño, y aunque por la suavidad de
su mirada y el ardor de su discurso se atrajese desde el primer instante, como
un domador de oficio, la voluntad de los que le veían, poco a poco sentía él
que en aquellos afectos iba entrando la sorda hostilidad con que los espíritus
comunes persiguen a los hombres de alma superior, y aquella especie de
miedo, si no de terror, con que los hombres, famélicos de goces, huyen, como
de un apestado, de quien, bajo la pesadumbre de un infortunio, ni sabe dar
alegrías, ni tiene el ánimo dispuesto a compartirlas.
Ya en la ciudad de nuestro cuento, cuya gente acomodada había ido toda, y
en más de una ocasión, de viaje por Europa, donde apenas había casa sin
piano, y, lo que es mejor, sin quien tocase en él con natural buen gusto, tenía
Keleffy numerosos y ardientes amigos; tanto entre los músicos sesudos, por el
arte exquisito de sus composiciones, como entre la gente joven y sensible, por
la melodiosa tristeza de sus romanzas. De modo que cuando se supo que
Keleffy venía, y no como un artista que se exhibe sino como un hombre que
padece, determinó la sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta,
que quisieron fuese como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya
porque del talento de Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena
ciudad de nuestro cuento no quería ser menos que otras de América, donde el
pianista había sido ruidosamente agasajado.
En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un
tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en
los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central
había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un
saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de higares ocultos por
cortinas venía un ruido de fuentes. Cuando se entraba en el salón, en aquella
noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos a la noche, con
tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves, con tanto
abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y con
aquel vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un enorme
cesto de alas. La tapa del piano, levantado para dar mayor sonoridad a las
notas, parecía, como dominándolas a todas, una gran ala negra.
Keleffy, que discernía la suma de verdadero afecto mezclada en aquella
fiesta de la curiosidad y sentía desde su llegada a América como si
constantemente estuviesen encendidos en su alma dos grandes ojos negros;
Keleffy a quien fue dulce no hallar casa, donde sus últimos dolores, vaciados
en sus romanzas y nocturnos, no hubiesen encontrado manos tiernas y amigas,
que se las devolvían a sus propios oídos como atenuados y en camino de
consuelo, porque «en Europa se toca decía Keleffy, pero aquí se acaricia
el piano»; Keleffy, que no notaba desacuerdo entre el casto modo con que
quería él su magnífico arte, y aquella fiesta discreta y generosa, en que se
sentía el concurso como penetrado de respeto, en la esfera inquieta y deleitosa
de lo extraordinario; Keleffy, aunque de una manera apesarada y melancólica,
y más de quien se aleja que de quien llega, tocó en el piano de madera negra,
que bajo sus manos parecía a veces salterio, flauta a veces, y a veces órgano,
algunas de sus delicadas composiciones, no aquellas en que se hubiera dicho
que el mar subía en montes y caía roto en cristales, o que braceaba un hombre
con un toro, y le hendía el testuz, y le doblaba las piernas, y lo echaba por
tierra, sino aquellas otras flexibles fantasías que, a tener color, hubieran sido
pálidas, y a ser cosas visibles, hubiesen parecido un paisaje de crepúsculo.
En esto, se oyó en todo el salón un rumor súbito, semejante al que en días
de fiestas nacionales se oye en la muchedumbre de las plazas cuando rompe en
un ramo de estrellas en el aire un fuego de artificio. ¡Ya se sabía que en el
Instituto de la Merced había una niña muy bella! que era Sol del Valle; ¡pero
no se sabía que era tan bella! Y fue al piano; porque ella era la discípula
querida del Instituto y ninguna como ella entendía aquella plegaria de Keleffy,
«¡Oh, madre mía!», y la tocó, trémula al principio, olvidada después en su
música y por esto más bella; y cuando se levantó del piano, el rumor fue de
asombro ante la hermosura de la niña, no ante el talento de la pianista, no
común por otra parte; y Keleffy la miraba, como si con ella se fuese ya una
parte de él; y, al verla andar, la concurrencia aplaudía, como si la música no
hubiera cesado, o como si se sintiese favorecida por la visita de un ser de
esferas superiores, u orgullosa de ser gente humana, cuando había entre los
seres humanos tan grande hermosura.
¿Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la miró con ojos
desesperados y avarientos. Era como una copa de nácar, en quien nadie
hubiese aun puesto los labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que arroba y
ennoblece. Una palma de luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía. La niña,
cuando se sentó al lado de la directora, casi rompió en lágrimas. La revelación,
la primera sensación del propio poder, lisonjea y asusta. Se tuvo miedo la niña,
y aunque muy contenta de sí, halagada por aquel rumor como si le rozasen la
frente con muy blandas plumas, se sintió sola y en riesgo, y buscó con los
ojos, en una mirada de angustia a doña Andrea, ¡ay! a doña Andrea que,
conforme iban pasando los años, se hundía en sí misma, para ver mejor a don
Manuel, de tal manera que ya, si sonreía siempre, apenas hablaba. Se
conversaba apresuradamente. Todos los ojos estaban sobre ella. ¿Quién es?
¿Quién es? Las mujeres no la celebraban, se erguían en sus asientos para verla;
movían rápidamente el abanico, cuchicheaban a su sombra con su compañera;
se volvían a mirarla otra vez. Los hombres, sentían en sí como una rienda rota;
y algunos, como un ala. Hablaban con desusada animación. Se juntaban en
corrillos. La median con los ojos. Ya la veían de su brazo ostentándola en el
salón, y le estrechaban el talle en el baile ardiente y atrevido; ya meditaban la
frase encomiástica con que habían de deslumbrar al ser presentados a ella.
«¿Conque esa es Sol del Valle?». «¿En qué casas visita?». «¿Va a casa de
Lucía Jerez?». «Juan Jerez es amigo de la señora». «Allí está Juan Jerez; que
nos presente». «Yo soy amigo de la directora: vamos». «¿Quién nos presentará
a ella?». ¡Pobre niña! Su alcoba no la vio nunca como la dejaron aquellos
curiosos. No es para la mayor parte de los hombres una obra santa, y una copa
de espíritu la hermosura; sino una manzana apetitosa. Si hubiera un lente que
permitiese a las mujeres ver, tales como les pasean por el cráneo los
pensamientos de los hombres, y lo que les anda en el corazón, los querrían
mucho menos.
Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y un cierto encono
mezclado ya de amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad contenía el
llanto que se le venía a mares a los ojos, abiertos, en los que se movían los
párpados apenas. La conocía en aquel momento, y ya la amaba y la odiaba. La
quería como a una hermana; ¡qué misterios de estas naturalezas bravías e
iracundas! y la odiaba con un aborrecimiento irresistible y trágico. Y cuando
un caballero apuesto y cortés, que saludaba mucha gente a su paso, se acercó,
por lo mismo que vivía en esfera social más alta, más que a saludar, a proteger
a Sol del Valle, cuando Juan Jerez llegó al fin al lado de la niña, y Lucía Jerez,
que era quien de aquella manera la miraba, los vio juntos, cerró los ojos,
inclinó la cabeza sobre el hombro como quien se muere; se le puso todo el
rostro amarillo; y solo al cabo de algún tiempo, al influjo del aire que agitaban
sus compañeras con los abanicos, volvió a abrir los ojos, que parecían turbios,
como si hubiera cruzado por su pensamiento un ave negra.
Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a la concurrencia.
Allí sus esperanzas puras de otros tiempos; sus agonías de esposo triste; el
desorden de una mente que se escapa; el mar sereno luego; la flora toda
americana, ardiente y rica; el encogimiento sombrío del alma infeliz ante la
naturaleza hermosa; una como invasión de luz que encendiese la atmósfera, y
penetrase por los rincones más negros de la tierra, y a través de las ondas de la
mar, a sus cuevas de azul y corales; una como águila herida, con una llaga en
el pecho que parecía una rosa, huyendo, a grandes golpes de ala, cielo arriba,
con gritos desesperados y estridentes. Así, como un espíritu que se despide,
tocó Keleffy el piano. Jamás pudo tanto, ni nadie le oyó así segunda vez. Para
Sol era aquella fantasía; para Sol, a quien ni volvería a ver nunca, ni dejaría de
ver jamás. Solo los que persiguen en vano la pureza, saben lo que regocija y
exalta el hallarla. Solo los que mueren de amor a la hermosura entienden
cómo, sin vil pensamiento, ya a punto de decir adiós para siempre a la ciudad
amiga, tocó aquella noche en el piano Keleffy. Pero tocó de tal manera que,
aun para la gente inculta, es todavía aquel un momento inolvidable. «Nos
llevaba como un triunfador», decía un cronista al día siguiente, «sujetos a su
carro. ¿Adónde íbamos? nadie lo sabía. Ya era un rayo que daba sobre un
monte, como el acero de un gigante sobre el castillo donde supone a su dama
encantada; ya un león con alas, que iba de nube en nube; ya un sol virgen que
de un bosque temido, como de un nido de serpientes, se levanta; ya un recodo
de selva nunca vista, donde los árboles no tenían hojas, sino flores; ya un pino
colosal que, con estruendo de gemidos, se quebraba; era una grande alma que
se abría. Mucho se había hecho admirar el apasionado húngaro en el comienzo
de la fiesta; mas, aquella arrebatadora fantasía, aquel desborde de notas; ora
plañideras, ora terribles, que parecían la historia de una vida, aquella, que fue
su última pieza de la noche, porque nadie después de ella osó pedirle más,
vino tan inmediatamente después de la aparición de la señorita Sol del Valle,
orgullo desde hoy de la ciudad que todos reconocimos en la improvisación
maravillosa del pianista el influjo que en él, como en cuantos anoche la vieron,
con su vestido blanco y su aureola de inocencia, ejerció la pasmosa hermosura
de la niña. Nace bien esta beldad extraordinaria, con el genio a sus plantas».
Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia, nuestra antigua
conocida. En un sillón está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre esperan a sus
dueñas, que andan preparando dulces por los adentros de la casa, o con Ana,
que no está bien hoy. Está muy pálida. No se espera gente de afuera aquella
tarde; Juan Jerez no está en la ciudad: fue el viernes a defender en el tribunal
de un pueblo vecino los derechos de unos indios a sus tierras, y aun no ha
vuelto. Lucía hubiera estado más triste, si no hubiera tenido a su amiga a su
lado. Juan no puede venir. Ferrocarril no hay hoy. A caballo, es muy lejos. A
los pies de Lucía, en una banqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas
de la niña, ¿quién es la que está sentada, y la mira con largas miradas, que se
entran por el alma como reinas hermosas que van a buscar en ella su aposento,
y a quedarse en ella; y la deja jugar con su cabeza, cuya cabellera castaña
destrenza y revuelve, y alisa luego hacia arriba con mucho cuidado, de modo
que se le vea el noble cuello? A los pies de Lucía está Sol del Valle.
Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas
veces. ¿De conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en
que todo el mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue Juan por cierto,
Lucía, muy adulada por la directora del Instituto de la Merced, de donde había
salido tres años antes, se vio en brazos de Sol, que la miraba llena de
esperanza y ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de la mano a donde
Lucía estaba, taciturna. Las vio venir, y se echó atrás.
¡Vienen a mí, a mí! se dijo.
Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas en el corazón, y
me la cuides como cosa de tu casa. En tus manos la puedo dejar: tú no eres
envidiosa.
Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y a Lucía se le
desvanecía el color, buscando en balde fuerzas con que mover la mano y abrir
los labios en una sonrisa.
Pero esto no ha de ser así, no.
Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y acompañadas de
miradas celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un balcón,
cuya baranda de granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de rosas
salomónicas. El balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y el
cielo, cariñoso y locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire está
claro, y parece como que platican y se hacen visitas las estrellas.
Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso.
Mira, Lucía dijo la directora juntando en sus manos las de las los
niñas y hablando como si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía las
mejillas ardientes, y el pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo,
tanto, que por un instante vio el cielo todo negro, y como que desde su casita
la estaba llamando doña Andrea. Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida
Sol del Valle, como lo sabe todo el mundo. Su padre se ha muerto. Su madre
está en la mayor pobreza. Yo, que la quiero como a una hija, he procurado
educarla para que se salve del peligro de ser hermosa siendo tan pobre.
Sintió Lucía en aquel instante como si la mano de Sol le temblase en la
suya, y hubiese hecho un movimiento por retirarla y ponerse en pie.
Señora
No, no, Lucía. La que va a ser mujer de Juan Jerez
La sombra de una de las cortinas de la enredadera, que flotaba al influjo
del aire, escondió en este instante el rostro de Sol.
merece que yo ponga en sus manos, para que me la enseñe al mundo
a su lado y me la proteja, la joya de la casa con que ha sido Juan Jerez tan
bueno.
Aquí la cortina flotante de la enredadera cubrió con su sombra el rostro de
Lucía.
Juan
Juan ha sido muy bueno dijo como con cierta prisa voluntaria la
directora. Él apenas conoce a Sol, porque ha ido muy poco a casa de doña
Andrea; pero como es tan generoso, se alegrará de que tú ampares a esta niña,
con el respeto de tu casa, de los que, porque la verán desvalida
Más blanco que su vestido pudo verse en este momento, el rostro de Sol.
querrán faltarle al respeto. Ya Sol ha acabado su colegio; pero para
que mi obra no quede incompleta, voy a dejarla en él como profesora, y así
ayudará a su madre a llevar los gastos de la casa, y le hemos tomado ya a doña
Andrea una casita mejor, cerca del Instituto. Yo espero añadió la señora
gravemente, y como si las estrellas no estuviesen brillando en el cielo, que
Sol será una buena maestra. Yo, Lucía, no podré llevarla a todas partes, porque
ya he dejado de ser joven, y los cuidados del colegio me lo impiden; pero
quiero que tú hagas mis veces, y ya lo sabes dijo con una ligera emoción en
la voz dando un beso en la mejilla de Lucía, cuídamela. Que sientan que el
que no pueda llegar hasta ti, no puede llegar hasta ella. Cuando haya una
fiesta, llévala. Ella se vestirá siempre linda, porque yo la he enseñado a
hacérselo todo y es maestra en coser. Convídala a tu casa, para que nadie tenga
reparo en convidarla a la suya: que el que entra en tu casa puede entrar en
todas partes. Sol es tan bonita como agradecida.
Sí, sí, señora interrumpió Lucía que en sus mejillas propias estaba
sintiendo la palidez de las de Sol. Yo la llevaré conmigo. Yo sí, yo sí, ahora
mismo la presentaré a todas mis amigas. Iremos juntas la Semana Santa. No
me digas que no, Sol. Iremos al teatro siempre juntas.
Y el cariño le iba creciendo con las palabras, que decía amontonadamente,
como si tuviese prisa por olvidarse de algo, o quisiese vengarse de sí misma.
Bueno, vamos entonces, que yo veo que la gente curiosea porque
estamos cuchicheando tanto tiempo. Vamos.
Sol no hablaba. Lucía, como que quería defenderla de la directora, que
entraba ya en el salón con su paso pomposo.
Enseguida, señora, enseguida. Entre usted y detrás vamos nosotras. Voy
a coger dos rosas de esta enredadera: esta para Sol y se la prendió con
mucha ternura, mirándola amorosamente en los ojos; esta, que es la menos
bonita, para mí.
¡Oh, usted es tan buena!
¿Usted? No, Sol, yo soy tu hermana. No hagas caso de lo que dice la
directora. Yo te querré siempre como una hermana y abrió los brazos, y
apretó en ellos a Sol, a la que llevaba sin miedo, prestísimamente.
¡Oh! dijo Sol de pronto ahogando un grito. Y se llevó la mano al seno,
y la sacó con la punta de los dedos roja. Era que al abrazarla Lucía, se le clavó
en el seno una espina de la rosa.
Con su propio pañuelo secó Lucía la sangre, y de brazo las dos entraron en
la sala. Lucía también estaba hermosa.
¿Cómo entenderte, Lucía? decía Juan a su prima unos quince días
después de la noche de la fiesta, con una intención severa en las palabras que
él con Lucía nunca había usado. Desde hace unos quince días, espera, creo
que me acuerdo, desde la noche de Keleffy, te encuentro tan injusta, que a
veces, creo que no me quieres.
¡Juan! ¡Juan!
Bueno, Lucía: tú sí me quieres. Pero ¿qué te hago yo que explique esas
durezas tuyas de carácter, para mí que vengo a ti como viene el sediento a un
vaso de ternuras? Más cariño no puedes desear. Pensar, yo sí pienso en todo lo
más difícil y atrevido; pero querer, Lucía, yo no quiero más que a ti. Yo he
vivido poco; pero tengo miedo de vivir y sé lo que es, porque veo a los vivos.
Me parece que todos están manchados, y en cuanto alcanzan a ver un hombre
puro empiezan a correrle detrás para llenarle la túnica de manchas. La verdad
es que yo, que quiero mucho a los hombres, vivo huyendo de ellos. Siento a
veces una melancolía dolorosa. ¿Qué me falta? La fortuna me ha tratado bien.
Mis padres me viven. Me es permitido ser bueno. Y además, te tengo le dijo
tomándola, cariñosamente de la mano que Lucía le abandonó como apenada y
absorta.
Te tengo, y de ti me vienen, y en ti busco, las fuerzas frescas que
necesito para que el corazón no se me espante y debilite. Cada vez que me
asomo a los hombres, me echo atrás como si viera un abismo; pero de cada
vez que vengo a verte, saco un brío para batallar y un poder de perdón que
hacen que nada me parezca difícil para que yo lo acometa. No te rías, Lucía;
pero es la verdad. ¿Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman
«Excelsior»? Un joven, en una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre,
montaña arriba, con una bandera en la mano que dice: «Excelsior». No te
sonrías: yo sé que sabes tú latín: «¡Más alto!». Un anciano le dice que no vaya
adelante, que el torrente ruge abajo y la tempestad ¡se viene encima! «¡Más
alto!». Una joven linda, ¡no tan linda como tú!, le dice: «Descansa la cabeza
fatigada en mi seno». Y al joven se le humedecen los ojos azules, pero aparta
de sí a la enamorada y le dice: «¡Más alto!».
¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito la bandera de las
manos. Tú te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!
No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo para todo el
viaje. Mira que, como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me canses! y le
besó la mano.
Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.
Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo hallaron muerto al día
siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera,
que decía: «¡Más alto!». Pues bien, Lucía: cuando no te me pones majadera,
cuando no me haces lo que ayer, que me miraste de frente como con odio y te
burlaste de mí y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar de mi
honradez, cuando no te me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo
de aquí, que me brilla en las manos la bandera. Y veo a todo el mundo
pequeño, y a mí como un gigante dichoso. Y siento mayor necesidad, una
vehemente necesidad de amar y perdonar a todo el mundo. En la mujer, Lucía,
como que es la hermosura mayor que se conoce, creemos los poetas hallar
como un perfume natural todas las excelencias del espíritu; por eso los poetas
se apegan con tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre todo a la primera a
quien quieren de veras, que no es casi nunca la primera a quien han creído
querer, por eso cuando creen que algún acto pueril o inconsiderado las
desfigura, o imaginan ellos alguna frivolidad o impureza, se ponen fuera de sí,
y sienten unos dolores mortales, y tratan a su amante con la indignación con
que se trata a los ladrones y a los traidores, porque como en su mente las
hicieran depositarias de todas las grandezas y claridades que apetecen, cuando
creen ver que no las tienen, les parece que han estado usurpándoles y
engañándoles con maldad refinada, y creen que se derrumban como un monte
roto, por la tierra, y mueren aunque sigan viviendo, abrazados a las hojas
caídas de su rosa blanca. Los poetas de raza mueren. Los poetas segundones,
los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas falsificados, siguen su camino
por el mundo besando en venganza cuantos labios se les ofrecen, con los
suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos de
veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy hablador. Tú ves, no lo
puedo evitar. Si me oyeran otras gentes, dirían que era un pedante. Tú no lo
dices, ¿verdad? Es que en cuanto estoy algún tiempo cerca de ti, de ti que
nadie ha manchado, de ti en quien nadie ha puesto los labios impuros, de ti en
quien mido yo como la carne de todas mis ideas y como una almohada de
estrellas donde reclino, cuando nadie me ve, la cabeza cansada, estas cosas
extrañas, Lucía, me vienen a los labios tan naturalmente que lo falso sería no
recordarlas. Por fuera me suelen acusar de que soy rebuscado y exagerado, y
tú habrás notado que ya yo hablo muy poco. ¿Qué culpa tengo yo de que sea
así mi naturaleza, y de que al influjo de tu cariño enseñe todas sus flores?
Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber besado dos tórtolas.
Así, aunque no parezca cierto, suelen hablar y sentir algunos seres «vivos y
efectivos», como dicen las lápidas de los nichos en que están enterrados los
oficiales militares muertos en el servicio de la corona española. Así
exactamente, y sin quitar ni poner ápice, era como sentía y hablaba Juan Jerez.
Tú me perdonas, Juan dijo Lucía antes de que hubieran pasado
algunos momentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que pide
humildemente la absolución de su pecado. Juan yo no sé qué es, ni sé para
qué te quiero, aunque sí sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te
quisiera no viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo,
yo creo que no sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo
yo, porque sé por qué pueden quererte los demás. Y como si te conocen, han
de quererte como yo te quiero, ¡no me regañes Juan! ¡Yo no quisiera que tú
conocieses a nadie! ¡Yo te querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías
más que a mí, que le cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y
como dentro de ti, a tus pies donde quisiera estar ahora! ¿Tú me perdonas,
Juan? Luego, yo no soy soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices
que yo soy hermosa! yo sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas
personas bellas y grandes; yo sé que no están en mí todas las hermosuras de la
tierra, y como a ti te caben en el alma todas, y eres tan bueno que te he visto
recoger las flores pisadas en las calles y ponerlas con mucho cuidado donde
nadie las pise, creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o persona
hermosa, te gustaría tanto como yo, y odio un libro si lo lees, y un amigo si lo
vas a ver, y una mujer si dicen que es bella y puedes verla tú. Quisiera reunir
yo en mí misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más que yo tuviera
hermosura alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio todo. Y yo no
soy mala, Juan; yo me avergüenzo de eso, y luego me entran remordimientos,
y besaría los pies de los que un momento antes quería no ver vivos, y de mi
sangre les daría para que viviesen si se muriesen; ¡pero hay instantes, Juan, en
que odio a todas las cosas, a todos los hombres y a todas las mujeres! ¡Oh, a
todas las mujeres! Cuando no estás a mi lado, y pienso en alguien que pueda
agradar tus ojos u ocupar tu pensamiento, creémelo, Juan; ¡ni sé lo que veo, ni
sé qué es lo que me posee, pero me das horror, Juan y te aborrezco entonces, y
odio tus mismas cualidades, y te las echo en cara, como ayer, para ver si llegas
tú a odiarlas, y a no ser tan bueno, y si así no te quieren! Eso es, Juan, no es
más que eso. A veces, y te lo diré a ti solo, sufro tanto que me tiendo en el
suelo en mi cuarto, cuando no me ven, como una muerta. Necesito sentir en
las sienes mucho tiempo el frío del mármol. Me levanto, como si estuviera por
dentro toda despedazada. Me muero de una envidia enorme por todo lo que tú
puedas querer y lo que pueda quererte. Yo no sé si eso es malo, Juan: ¿tú me
perdonas?
La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde,
el final de esta conversación congojosa.
Lindo es el montecito que domina por el Este a la ciudad, donde a brazo
partido lucharon antaño, macana contra lanza y carne contra hierro, el jefe de
los indios y el jefe de los castellanos, y de barranco en barranco abrazados,
matándose y admirándose iban cayendo, hasta que al fin, ya exhausto, e
hiriéndose con su propia macana la cabeza, cayó el indio a los pies del
español, que se levantó la visera, dejando ver el rostro bañado en sangre, y
besó al indio muerto en la mano. Luego, como que era recio de subir, le
escogieron para sus penitencias los devotos, y es fama que por su falda
pedregosa subían de rodillas en lo más fuerte del sol, los penitentes, contando
el rosario.
Vinieron gentes nuevas, y como que el monte es corto y de forma bella, y
desde él se ve a la ciudad, con sus casas bajas, de patios de arbolado, como
una gran cesta de esmeraldas y ópalos, limpiaron de piedras y yerbajos la
tierra que, bien abonada, no resultó ingrata; y de la mejor parte del monte
hicieron un jardín que entre los pueblos de América no tiene rival, puesto que
no es uno de esos jardinuelos de flores enclenques, y arbustos podados, con
trocitos de césped entre enverjados de alambre, que más que cosa alguna dan
idea de esclavitud y artificio, y de los que con desagrado se aparta la gente
buena y discreta; sino uno como bosque de nuestras tierras, con nuestras
propias y grandes flores y nuestros árboles frutales, dispuestos con tal arte que
están allí con gracia y abandono, y en grupos irregulares y como poco
cuidados, de tal manera que no parece que aquellos bambúes, plátanos y
naranjos han sido llevados allí por las manos de jardinero, ni aquellos lirios de
agua, puestos como en montón que bordan el estrecho arroyo cargado de
aguas secas, fueron allí trasplantados como en realidad fueron: antes bien,
parece que todo aquello floreció allí de suyo y con libre albedrío, de modo que
allí el alma se goza y comunica sin temor, y no bien hay en la ciudad una
persona feliz, ya necesita ir a decírselo al montecito que nunca se ve solo, ni
de día ni de noche.
Por allí, en la tarde en que vamos caminando, halló Pedro Real razón para
encontrarse a caballo, el cual dejó en la cumbre, mientras que, golpeándose
con el latiguillo los botines, se perdía, sin recordar el cuadro de Ana, por la
calle de los lirios. Por allí, y sin saber por cierto que Pedro andaba cerca,
acababa Adela, con tres amigas suyas, que estrenaban unos sombreros de paja
crema adornados con lilas, de bajar del carruaje, que en la cumbre, con los
caballos, esperaba. Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque sí lo
sabía Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña
Andrea: doña Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a
su sabor recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y
perezosa, en aquella niña suya de «cutis tan trasparente decía ella como
una nube que vi una vez, en París, en un medio punto de Murillo», andaba
siempre hablando consigo en voz baja, como si rezase; y otras regañaba por
todo, ella que no regañaba antes jamás, pues lo que quería en realidad, sin
atreverse, era regañar a Sol, de quien se encendía en celos y en miedos, cada
vez que oía preparativos de fiesta o de paseo, que por cierto no eran muchos,
pero sobrados ya para que temiese con justicia doña Andrea por su tesoro. Ni
con el mayor bienestar que con el sueldo de Sol en el colegio había entrado en
la casa, se contentaba doña Andrea; y a veces se dio la gran injusticia de que
aquella hermosura que ella tanto mimaba, y que desde la infancia de la niña
cuidaba ella y favorecía, se la echase en cara como un pecado, que le llevó un
día a prorrumpir en este curiosísimo despropósito, que a algunas personas
pareció tan gracioso como cuerdo: «Si Manuel viviera, tú no serías tan
hermosa». Enojábase, doña Andrea, cuando oía, allá por la hora en que Sol
volvía con una criada anciana del colegio, la pisada atrevida del caballo de
cierto caballero que ella muy especialmente aborrecía; y si Sol hubiese
mostrado, que nunca lo mostró, deseos de ver la arrogante cabalgadura, fuera
de una vez que se asomó sonriendo y no descontenta, a verla pasar detrás de
sus persianas, es seguro que por allí hubieran encontrado salida las amarguras
de doña Andrea, que miraba a aquel gallardísimo galán, a Pedro Real, como a
abominable enemigo. Ni a galán alguno hubiera soportado doña Andrea, cuyos
pesares aumentaba la certidumbre de que aquel que ella hubiera querido por
tenerlo muy en el alma, que poseyese a su Sol, no sería de Sol nunca, por lo
alto que estaba, y porque era ya de otra. Mas aquella mansísima señora se
estremecía cuando pensaba que, por parecer proporcionados en la gran
hermosura externa, pudiesen algún día acercarse en amores aquel catador de
labios encendidos y aquella copa de vino nuevo. Sentía fuerzas viriles doña
Andrea, y determinación de emplearlas, cada vez que el caballo de Pedro Real
piafaba sobre los adoquines de la calle. ¡Como si los cuerpos enseñasen el
alma que llevan dentro! Una vez, en una habitación recamada de nácar, se
encontró refugiado a un bandido. Da horror asomarse a muchos hombres
inteligentes y bellos. Se sale huyendo, como de una madriguera. Y ya se sabía
por toda la ciudad, con envidia de muchas locuelas, que tras de Sol del Valle
había echado Pedro Real todos sus deseos, sus ojos melodiosos, su varonil
figura, sus caballos caracoleadores, sus ímpetus de enamorado de leyenda. Y
lo despótico de la afición se le conocía en que, bruscamente, y como si no
hubiera estado perturbando con vislumbres de amor sus almas nuevas, cesó de
decir gallardías, a afectar desdenes a aquellas que más de cerca le tuvieron
desde su llegada de París, ya porque de público se las señalase como las
conquistas más apetecidas, ya porque lo picante de su trato le diese fácil
ocasión para aquellas conversaciones salpimentadas que son muy de uso entre
aquellos de nuestros caballeros jóvenes que han visto tierras, y suplen con lo
atrevido del discurso la escasez de la gracia y el intelecto. La conversación con
las damas ha de ser de plata fina, y trabajada en filigrana leve, como la
trabajan en Génova y México.
En ser visto donde Sol del Valle había de verlo, ponía Pedro Real el mayor
cuidado; en que no se la viera sin que se le viese a él; si al teatro, bajo el palco
a que fue Sol, que fue el de la directora, y no más que dos veces, estaba la
luneta de Pedro; si en Semana Santa, por donde Sol iba con Lucía y Adela,
Pedro, sin piedad por Adela, aparecía. Decirle, nada le había dicho. Ni
escribirle. Ni nadie afectaba, al saludarla en público, encogimiento y
moderación mayores. Y parecía más arrogante, porque no iba tan pulido. Ni le
decía, ni le escribía; pero quería llenarle el aire de él. A la salida del teatro, la
segunda noche que fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de sombrero de pita y
pies descalzos un ramo de camelias color de rosa, que eran allí muy apreciadas
y caras. Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez tal que pareció a todos
cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo que las camelias
cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, y dijo, como si no quisiera ser oído
más que del amigo que tenía al lado: «Puesto que no es de quien debe ser, que
no sea de nadie». Y como la fantasía que la hermosura de Sol arrancó a
Keleffy era ya a manera de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto y
profundidad mayores de los que pudieran suponérsele, compró, para que nadie
volviese a tocar en él, el piano en que habían tocado aquella noche Sol y
Keleffy.
Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los
tambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con
todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle
entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza, una
compañía de milicianos. Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín
de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada.
Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja. Iban otros más
de ciudadanos, y aunque menos brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de
azul oscuro y uno como gabán corto y justo, cerrado con doble hilera de
botones de oro por delante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas,
con un delgado cordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda. En las
esquinas iban las compañías tomando puesto. ¡Qué conmovedoras las
banderas rotas! ¡Qué arrogantes, y como sacerdotes, los que las llevaban!
Parecían altos aunque no lo fueran. No parecían bien, cerca de aquellos
pabellones desgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con
letras de realce iban bordados los números de las compañías. ¡Qué correr
desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta los hombres
mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A algunos, se les
saltaban las lágrimas. Parecía como que de adentro empujaba alguien a las
gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera yéndose, los
muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara angustiada,
como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un lado para
otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un racimo de
uvas. Las nueve serían de la mañana, y el cielo estaba alegre, como si le
pareciese bien lo que sucedía en la tierra. Era el día del año señalado para
llevar flores a las tumbas de los soldados muertos en defensa de la
independencia de la patria. Entre compañía y compañía, iban carros enormes
en la procesión, tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos de flores.
Allá en el cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.
¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquella mañana,
con un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñas desde su
caballo? Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles, aunque en los
balcones tenían a sus hermanas y a sus novias: los estudiantes estaban en la
procesión, vestidos de negro, y entre admirados y envidiosos de los muertos a
quienes iban a visitar, porque estos, al fin, ya habían muerto en defensa de su
patria, pero ellos todavía no: y saludaban a sus hermanas y novias en los
balcones, como si se despidieran de ellas. Los estudiantes fueron en masa a
honrar a los muertos. Los estudiantes que son el baluarte de la Libertad, y su
ejército más firme. Las universidades parecen inútiles, pero de allí salen los
mártires y los apóstoles. Y en aquella ciudad ¿quién no sabía que cuando había
una libertad en peligro, un periódico en amenaza, una urna de sufragio en
riesgo, los estudiantes se reunían, vestidos como para fiesta, y descubiertas las
cabezas y cogidos del brazo, se iban por las calles pidiendo justicia; o daban
tinta a las prensas en un sótano, e imprimían lo que no podían decir; se reunían
en la antigua Alameda, cuando en las cátedras querían quebrarles los maestros
el decoro, y de un tronco hacían silla para el mejor de entre ellos, que
nombraban catedrático, y al amor de los árboles, por entre cuyas ramas parecía
el cielo como un sutil bordado, sentado sobre los libros decía con gran
entusiasmo sus lecciones; o en silencio, y desafiando la muerte, pálidos como
ángeles, juntos como hermanos, entraban por la calle que iba a la casa pública
en que habían de depositar sus votos, una vez que el Gobierno no quería que
votaran más que sus secuaces, y fueron cayendo uno a uno, sin echarse atrás,
los unos sobre los otros, atravesados pechos y cabezas por las balas, que en
descargas nutridas desataban sobre ellos los soldados? Aquel día quedó en
salvo por maravilla Juan Jerez, porque un tío de Pedro Real desvió el fusil de
un soldado que le apuntaba. Por eso, cuando los estudiantes pasaban en la
procesión, vestidos de negro, con una flor amarilla en el ojal, los pañuelos de
todos los balcones soltábanse al viento, y los hombres se quitaban los
sombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas; y solían las niñas
desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus ramos de rosas.
En un balcón, con sus dos hermanas mayores y la directora, estaba Sol del
Valle. En otro, con un vestido que la hacía parecer como una imagen de plata,
una linda imagen pagana, estaba Adela. Más allá, donde Sol y Adela podían
verlas, ocupaba un ancho balcón, amparado del sol por un toldo de lona, Lucía
con varias personas de la familia de su madre, y Ana. En una silla de manos
habían traído a Ana hasta la casa. Muy mala estaba, sin que ella misma lo
supiese bien; estaba muy mala. Pero ella quería ver, «con su derecho de artista,
aquella fiesta de los colores; a la tierra le faltaba ahora color, ¿verdad, Juan?
Mira, si no, como todo el mundo se viste de negro. Quiero oír música, Lucía:
quiero oír mucha música. Quiero ver las banderas al viento». Y allí estaba en
el ancho balcón, vestida de blanco, muy abrigada, como si hubiese mucho frío,
mirando avariciosamente, como si temiera no volver a ver lo que veía, y
sintiendo como dentro del pecho, porque no se las viesen, le estaban cayendo
las lágrimas.
Lucía distinguió a Sol, y miró si estaba en el balcón, o dentro, Juan Jerez.
Sol, no bien vio a Lucía, no quitó de ella los ojos, para que supiese que estaba
allí, y cuando le pareció que Lucía la estaba viendo, la saludó cariñosamente
con la mano, a la vez que con la sonrisa y con los ojos. Prefería ella que Lucía
la mirase, a que la miraran los jóvenes mejor conocidos en la ciudad, que
siempre hallaban manera de detenerse más de lo natural frente a su balcón. A
Pedro Real, pagó con un movimiento de cabeza, su humilde saludo, cuando
pasó a caballo; y no lo vio con pena, ni con afecto que debiera afligir a doña
Andrea, todo lo cual vio Adela desde su balcón, aunque estaba de espaldas.
Pero Lucía se había entrado por el alma de Sol, desde la noche en que le
pareció sentir goce cuando se clavó en su seno la espina de la rosa. Lucía,
ardiente y despótica, sumisa a veces como una enamorada, rígida y frenética
enseguida sin causa aparente, y bella entonces como una rosa roja, ejercía, por
lo mismo que no lo deseaba, un poderoso influjo en el espíritu de Sol, tímido y
nuevo. Era Sol como para que la llevasen en la vida de la mano, más
preparada por la Naturaleza para que la quisiesen que para querer, feliz por ver
que lo eran los que tenía cerca de sí, pero no por especial generosidad, sino
por cierta incapacidad suya de ser ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía
el encanto de las rosas blancas. Un dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.
Lucía había ido a verla; a buscarla en su coche para que paseasen juntas; a
que fuese a su casa a que la conociera Ana; y Ana la quiso retratar; pero Lucía
no quiso «porque ahora Ana estaba fatigada, y la retrataría cuando estuviese
más fuerte», lo que, puesto que Lucía lo decía, no pareció mal a Sol. Lucía fue
a vestirla una de las noches que iba Sol al teatro, y no fue ella: ¿por qué no iría
ella? Juan Jerez tampoco fue esa noche; y por cierto que esa vez Lucía le
llevó, para que lo luciese, un collar de perlas: «A mí no me lo conocen, Sol: yo
nunca me pongo perlas»; pero doña Andrea, que ya había comenzado a dar
muestras de una brusquedad y entereza desusadas, tomó a Lucía por las dos
manos con que estaba ofreciendo el collar a Sol, que no veía mucho pecado en
llevarlo, y mirando a la amiga de su hija en los ojos, y apretando sus manos
con cariño a la vez que con firmeza, le dijo con acento que dejaba pocas
dudas: «No, mi niña, no», lo que Lucía entendió muy bien, y quedó como
olvidado el collar de perlas. A la mañana siguiente, a la hora de que Sol fuese
a sus clases, fue Lucía a buscarla para que diesen una vuelta en el coche por
cerca del colegio, y le preguntó con ahínco sobresaltado y doloroso, que a
quién vio, que quién subió a su palco, que a quién llamó la atención, que
dónde estaba Pedro Real: «¡Oh! Pedro Real, tan buen mozo; ¿no te gusta
Pedro Real? Yo creo que Pedro Real llamaría la atención en todas partes. Has
visto cómo desde que te conoce no se ocupa de nadie Pedro Real»; pero pronto
acabó de hablar de esto Lucía. Quién estaba en el teatro, no le importaba
mucho saberlo: Juan no había estado; pero ¿a la salida quién estaba? ¿No
recuerdas quién estaba a la salida? ¿Estaba
? y no acababa de preguntar
quién había estado. Ni sabía Sol por quién le preguntaba. No: Sol no había
visto a nadie. Iba muy contenta. La directora la había tratado con mucho
cariño. Sí, Pedro Real había estado; pero no a saludarla: nadie había subido a
saludarla. La habían mirado mucho. Decían que el cónsul francés había dicho
una cosa muy bonita de ella. Pero al salir, no, no vio a nadie. Sol quería llegar
pronto, porque se había quedado triste doña Andrea. Y al llegar en esta
conversación al colegio, Lucía besó a Sol con tanta frialdad, que la niña se
detuvo un momento mirándola con ojos dolorosos, que no apearon el ceño de
su amiga. Y de pronto, por muchos días, cesó Lucía de verla. Sol se había
afligido, y doña Andrea no; aunque la ponía orgullosa que le quisiesen a su
hija; pero Lucía no: ella no veía nunca con gusto a Lucía. Un día antes de la
procesión Lucía había vuelto a la casa de Sol. Que la perdonase. Que Ana
estaba muy sola. Que Sol estaba más linda que nunca. «Mira, mañana te
mandaré la camelia más linda que tenga en casa. Yo no te digo que vengas a
mi balcón, porque
Yo sé que tú vas al balcón de la directora. Pero mira, vas
a estar lindísima; ponte la camelia en la cabeza, a la derecha, para que yo
pueda vértela desde mi balcón». Y le tomó las manos, y se las besó; y
conforme conversaba con Sol, se pasaba suavemente la mano de ella por su
mejilla; y cuando le dijo adiós, la miraba como si supiera que corría algún
peligro, y le avisase de él, y cuando fue hacia el coche, ya se le iban
desbordando las lágrimas.
¡Allí está, allí está! dijo como involuntariamente, y reprimiéndose
enseguida que lo había dicho, una de las hermanas de Sol, la mayor, la que no
era bella, la que no tenía más que dos ojos muy negros y acariciadores,
expresivos y dulces como los de la llama, el animal que muere cuando le
hablan con rudeza.
¿Quién?
No, no era nadie: Juan Jerez, en el balcón de Lucía.
Sí, ya lo veo. Lucía está mirando para acá y se desprendió, y volvió a
prender, para que Lucía lo notase, y supiera que pensaba en ella. Hermanita
dijo de pronto Sol en voz baja; hermanita, ¿no te parece que Juan Jerez es
muy bueno? Yo quisiera verlo más. Nunca lo he visto cuando he ido a casa de
Lucía. Yo no sé qué tiene, pero me parece mejor que todos los demás. ¿Tú
crees que él querrá mucho a Lucía?
Hermanita no quería decir nada, hacía como que no oía.
Juan Jerez iba antes algunas veces a casa, antes de que yo saliese del
colegio; ¿verdad? Cuéntame, tú que lo conoces. Yo sé que él se va a casar con
Lucía, aunque ella no me habla de él nunca; pero a mí me gusta hablar de él. A
Lucía no me atrevo a preguntarle, como ella no me dice
Él ha sido muy
bueno con mamá, ¿no? ¡La directora lo quiere tanto! Mira, allí vuelve a pasar
Pedro Real: ¡es buen mozo de veras! pero yo le hallo unos ojos extraños, no
son tan dulces como los de Juan. No sé; pero el único que me dijo algo la
noche de Keleffy, que no se me ha olvidado, fue Juan Jerez.
Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos muy negros y
grandes como para contener algo que se salía a ellos.
Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan Jerez había tenido
puesta buen tiempo su mirada larga y bondadosa en Sol. Juan, que acariciaba
los mármoles, que seguía por las calles a los niños descalzos hasta que sabía
dónde vivían, que levantaba del suelo las flores pisadas, si no lo veían, y les
peinaba los pétalos, y las ponía donde no pudiesen pisarlas más. De la misma
manera, y con aquel deleite honrado que produce en un espíritu fino la
contemplación de la hermosura, había Juan mirado a Sol largamente.
Lucía no estaba allí entonces. ¡Pobre Ana! Cuando ya iban pasando los
últimos soldados, palideció, se le cubrió el rostro de sudor, cerró los ojos, y
cayó sobre sus rodillas. La llevaron cargada para adentro, a volverle el sentido.
Parecía una santa, vestida de blanco, con su cara amarilla. Lucía no se
apartaba de su lado; Ana había vuelto en sí; Lucía había mirado ya muchas
veces a la puerta, como preguntándose dónde estaría Juan. «¿En el balcón?
¡Que no esté en el balcón!». Y aun desmayada Ana, por poco no le abandona
la mano.
¡Vete, vete con Juan! le dijo Ana, apenas abrió los ojos, y le notó el
trastorno; y con la mano y la sonrisa la echaba hacia la puerta suavemente.
Bueno, bueno, vengo enseguida.
Y fue al balcón derechamente.
¡Juan!
¿Y Ana? ¿Cómo está Ana?
El balcón de la directora estaba ya vacío.
Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde tú estabas!
Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días de
sucedido todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía, sentada
en un sillón de hierro. Ana, con sus caprichos de madre, había querido que le
llevasen aquel domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Tú no tienes que tenerle
miedo: tú también eres hermosa. Mira: yo veo a las personas hermosas como
si fueran sagradas. Cuando son malas no: me parecen vasos japoneses llenos
de fango; pero mientras son buenas, no te rías, me parece, cuando estoy
delante de ellas, que soy un monaguillo y que le estoy alzando la cogulla,
como en la misa, a un sacerdote. Vamos, tráeme a Sol; ¿pero es de veras que
Juan no viene hoy?».
¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a Sol.
Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillón
de enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, como las
tardes cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro y confuso, y
todo él como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía, porque de la tierra
deseó poco mientras estuvo en ella, y lo que Ana le hubiera pedido a la tierra,
de seguro que en ella no estaba, y tal vez estaría fuera de ella. Ni sentía Ana la
muerte, porque no le parecía a ella que fuese muerte aquello que dentro de sí
sentía crecientemente, y era como una ascensión. Cosas muy lindas debía ver,
conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el
rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredes
de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz, como una
línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón. No decía
sino caridades. Sola, sí, no quería estar ella. Tampoco se quiere estar solo
cuando se va a entrar en un viaje: tampoco, cuando se está en las cercanías de
la boda. Es lo desconocido, y se le teme. Se busca la compañía de los que nos
aman. Y más que con otras se había encariñado Ana, en su enfermedad, con
Sol, cuya perfecta hermosura lo era más, si cabe, por aquel inocente abandono
que de todo interés y pensamiento de sí tenía la niña. Y Ana estaba mejor
cuando tenía a Sol cogida de la mano, en cuyas horas Lucía, sentada cerca de
ellas, era buena.
Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio hablaban Lucía y
Sol. Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella semana, y
dejaba a Sol libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho enseñar, no,
«pero sí me gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y Sol
contaba a Lucía, sin ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo
inquietaban a doña Andrea los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la
señora, porque la niña no se fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en
eso.
No, ¿por qué no?
No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me gusta verle pasear
la calle y cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o que tú vayas a verme,
y estar con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo. Cuando me mira,
no me parece que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero es como si
quisiera en mí otra cosa que no soy yo misma. Porque a mí me parece, ¡anda,
Lucía, tú puedes decirme de eso! a mí me parece que cuando un hombre nos
quiere, debemos como vernos en sus ojos, así como si estuviéramos en ellos, y
dos veces que he visto de cerca a Pedro Real, pues no me ha parecido
encontrarme en sus ojos. ¿No es, verdad, Lucía, que cuando a uno lo quieren
le sucede a uno eso?
En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de Sol con que
jugaba.
¡Ay! me haces daño.
¿Quieres que vayamos a ver cómo está Ana?
Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol los
cabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejos dorados,
cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en el cuarto de Ana,
como de mucha gente que se moviera y hablara agitadamente, otro a la puerta
de la calle, donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una
mula de camino.
¡Juan! murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las camelias.
¿Juan Jerez? dijo Sol alegrándosele el rostro, y acabando
apresuradamente de sujetarse las trenzas.
Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol, a quien turbaba
aquel silencio, aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juan que, reparando
apenas en Sol, venía hacía su prima con las manos tendidas.
Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales a
recibirme? ¿Para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas
en mula?
A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer
los ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro.
Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores
de un vaso.
Lucía, ¿qué tienes?
¡Sol, Lucía, vengan! dijo acercándose a ellas una de sus amigas que
salía del cuarto de Ana precipitadamente. Ah, Juan, que bueno que esté
aquí. Ve, Lucía, ve, yo creo que Ana se muere.
¡Ana!
Sí, mande enseguida por el médico.
Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al lado de Ana, Lucía
miró muy despacio a la puerta de la calle, miró con ira a aquella por donde
había entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en el patio, los dos
brazos caídos, y apretados a los costados, fijos los ojos delante de sí
tenazmente. Y echó a andar hacia el cuarto de Ana después de haber mirado a
su alrededor a todos los lados, como si temiese.
¡Al campo! ¡Al campo! Todos van al campo. Todos, sí, todos. Adela y
Pedro Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personas mayores
que por no influir directamente en los sucesos de esta narración no figuran en
ella. ¡Al campo todos!
El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos,
que a Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron.
¡Ah, tú, Sol! y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba de
ella los cabellos húmedos.
Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar como
sentada. Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun para
hablar, les pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento.
Parecía que era dichosa. Sol quiso retirar la mano con que tenía asida la de
Ana; pero Ana la retuvo.
¿Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un edificio se hubiese
derrumbado dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se le cayó la cabeza al
otro lado de las almohadas.
El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre el corazón, abrió
de par en par la ventana y las puertas, y aconsejó que solo quedase junto a ella
la persona que ella desease.
Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire le hubiese hecho
bien, y dijo:
Juan ha llegado, Lucía.
¿Cómo sabes?
Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas.
Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba en pie al lado
de la cama, duros los labios y los brazos caídos.
Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo entró en el cuarto,
de la mano.
Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo esta linda niña
y con los ojos, desdecía el médico sus palabras. Pero es indispensable que
la enfermita vea el campo. Es indispensable. No me pregunte usted qué
remedio necesita dijo el médico clavando los ojos en Juan. Mucho
reposo, mucho aire limpio, mucho olor de árboles. Llévenmela donde haya
calor, estos tiempos húmedos pueden hacerle mucho daño. Si mañana mismo
pueden ustedes disponer el viaje, sea mañana mismo. Pero, niña, no se me
vaya a ir sola. Lleve gente que la quiera, y que la arrope bien por las mañanitas
y por las tardes. ¿Y esta señorita? añadió volviéndose a Sol. Y creo que
usted se me pone buena si lleva consigo a esta señorita.
Oh, sí, Sol va conmigo; ¿no, Juan?
Por supuesto dijo Juan vivamente, pensando con placer en que así se
regocijaría Ana, cuya afición a Sol le era ya conocida, y se daría una prueba de
estimación a la pobre viuda: por supuesto que la llevamos. Va a ser una gala
de los ojos ver ir por un caminito de rosales que yo me sé, cogidas del brazo, a
Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana nos vamos. Sol, voy ahora a su casa a pedirle
permiso a doña Andrea. ¿Te parece, Lucía que invitemos a Adela y a Pedro
Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unos inditos en el pueblo que te van a dar
asunto para un cuadro delicioso. ¿Vamos, doctor? acarició Juan una mano
de Ana, besó la de Lucía, con un beso que la regañaba dulcemente y salió al
corredor, hablando como muy contento, con el médico.
Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca de sí, sin decir
palabra, y sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con un esfuerzo las manos
de Lucía y de Sol, que estaban cada una a un lado de ella, y paseando sus ojos
por sobre sus cabezas, como conversándoles, retuvo largo tiempo unidas las
manos de ambas niñas bajo las suyas.
Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana se quedó como
dormida, se acercó Lucía a Sol, la tomó por el talle cariñosamente, y una vez
en su cuarto, empezó a vaciar con ademanes casi febriles sus cajas y gavetas.
Todo, todo, todo es para ti y Sol quería hablar, y ella no la dejaba.
Mira, pruébate este sombrero. Yo nunca me lo he puesto. Pruébatelo,
pruébatelo. Y este, y este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no me digas que no.
Mira, trajes: uno, dos, tres. Este es el más bonito para ti. ¿Oyes? Yo quiero
mucho a Pedro Real. Yo quiero que tú quieras a Pedro Real. Que te vea muy
bonita. Que te vean siempre más bonita que yo. Pero óyeme, a Juan no me lo
quieras. Tú déjame a Juan para mí sola. Enójalo. Trátalo mal. Yo no quiero
que tú seas su amiga. ¡No, no me digas nada! sí, es chanza, sí, es chanza.
¿Ves? Este vestido malva sí te va a estar bien. A ver, qué bien hace con tu pelo
castaño. ¿Ves? Es muy nuevo. Tiene el corpiño como un cáliz de flor, un poco
recto; no como esos de ahora, que parecen una copa de champaña: muy
delgados en la cintura, y muy anchos en los hombros. La saya es lisa; no tiene
tableados ni pliegues; cae con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves? a mí me
está muy corta. A ti te estará bien. Es un poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi
pastorcita! ¡Mi pastorcita! Yo nunca me la he puesto. ¿Tú sabes? A mí no me
gustan los colores claros. ¡Ah! mira: aquí tienes y escondía algo con las dos
manos cerradas detrás de su espalda, aquí tienes, y no te lo vas a quitar
nunca, aunque se nos enoje doña Andrea. Cierra los ojos.
Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su amiga, y cuando los
abrió, se vio en el brazo, e hizo por quitarse con un gesto que Lucía le detuvo,
un brazalete de cuatro aros de perlas margaritas.
Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas. No: nada, nada que
me digas: ¿ves? yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y nunca, nunca te lo
quites! Yo quiero ser muy buena y la tomó de las dos manos, y la besó en
las dos mejillas apasionadamente. ¡Ven, vamos a ver a Ana!
Y salieron del cuarto, cogidas del talle.
¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro Real; que si lo
supiese, no dejaría ir a Sol: aunque a Juan ¿qué le negaría ella? ¡A Juan! Ese,
ese era el que ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan: que no salga al sol
mucho». Juan preguntó en vano por la hermana mayor, por Hermanita. Ella
estaba en la casa cuando entró él; pero ahora no: estará en casa de alguna
vecina. ¡No, Hermanita estaba allí; estaba en el comedor, detrás de las
persianas! Ella veía a quien no la veía. «¡Cierra los ojos, Hermanita, no veas a
lo que no debes ver!». Y cuando Juan salió, las persianas se entornaron, como
unos ojos que se cierran.
¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con collares de plata
y cencerro, porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas en el anca
izquierda unas grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su piel negra. El
cochero es Pedro Real, que lleva al lado a Adela, en la imperial, Juan y Lucía,
adentro, con la gente mayor, que es muy respetable, pero no nos hace falta
para el curso de la novela, Ana sentada entre almohadas, muy mejor con el
gozo del viaje, con su cuaderno de apuntes en la falda, para copiar lo que le
guste del camino, que ya le perece que está buena, y Sol a su lado, con un
vestido de sedilla color de ópalo, tranquila y resplandeciente como una
estrella.
Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no iba a ser Sol su
compañera en el pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero ¿Ana no
necesitaría nada? Juan, ¿irá Ana bien? Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar un
momento, a ver si Ana va bien! Bajó muchos momentos. Y las mulas, aunque
diestras, más de una vez se iban un poco del camino, como si no estuviese
bastante puesto en ellas el pensamiento del cochero.
Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y otro de tan
frondosa vegetación que no había manera de tener los ojos sino en constante
regalo y movimiento. Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros, o una
hilera de palmas lejanas que iba a dar en la garganta de dos montes; ya era, al
borde mismo del camino, una pendiente llena de flores azules y amarillas que
remataba en un río de espumas blancas, nutrido con las aguas de la sierra, o
eran ya a la distancia, imponentes como dos mensajes de la tierra al cielo, dos
volcanes dormidos, a cuya falda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y
traviesa, se recogían, como siervos azotados a los pies de sus dueños, las
ciudades antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro labrado,
mantenidos como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre las puertas
de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosas enredaderas de
ipomea. De una iglesia que tuvo los techos pintados, y dorados de oro fino de
lo más viejo de América los capiteles de los pilares, quedaba en pie, como una
concha clavada en tierra por el borde, el fondo del altar mayor, cobijado por
una media bóveda: un bosquecillo había crecido al amor del altar; la pared
interior, cubierta de musgo, le daba desde lejos apariencia de cueva
formidable; y era cosa común y sumamente grata ver salir de entre los
pedruscos florecidos, al menor ruido de gente o de carruajes, una bandada de
palomas. Otra iglesia, de que no había quedado en pie más que el crucero,
tenía el domo completamente verde, y las paredes de un lado rosadas y negras,
como los bordes de una herida. Y por el suelo no podía ponerse el pie sin que
saltase un arroyo.
Llegaron a los volcanes; pasaron por las ciudades antiguas: más allá iban;
y no se detuvieron. Lucía, a la sombra de su quitasol rojo, se sentía como la
señora de toda aquella natural grandeza, y como si el mundo entero, de que
tenía a los ojos hermosa pintura, no hubiera sido fabricado más que para cantar
con sus múltiples lenguas los amores de Lucía Jerez y de su primo. Y se veía
ella misma lo interior del cráneo como si estuviese lleno de todas aquellas
flores: lo que le sucedía siempre que estaba sola, con Juan Jerez al lado. Adela
y Pedro hablaban de formalísimos sucesos, que tenían la virtud de poner a
Adela contemplativa y silenciosa, dando a Pedro ocasión para ir callado buena
parte del camino, lo cual aprovechaba él en celebrar consigo mismo animados
coloquios: y a cada instante era aquello de: «Juan, ¿cómo estará Ana? Bajaré
un instante, a ver si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa
cierta que, aunque Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le
parecía muy bien, y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no
parecía un feliz suceso, aunque prudentemente lo callaba. Adentro del
carruaje, la dichosa Sol era toda exclamaciones: jamás, jamás, en su vida de
huérfana pobre, había visto Sol correr los ríos, vestirse a los bosques fuertes de
campanillas moradas y azules, y verdear y florecer los campos. De un color de
rosa de coral se le teñían las mejillas, y el ónix de México no tuvo nunca
mayor transparencia que la tez fina de Sol, en aquella mañana de ventura en la
naturaleza. ¡Ay! la buena Ana sonreía mucho, pero había olvidado levantar de
su falda el cuaderno de notas.
Y de pronto sonaron unas músicas; se oscureció el camino como por una
sombra grata, y refrenaron las mulas el paso, con gran ruido de hebillas y
cencerros. De un salto estaba Pedro a la portezuela del carruaje, al lado de Sol,
preguntándole a Ana qué se le ofrecía. Pero aquí bajaron todos, y Sol misma,
que se volvió pronto al carruaje, para acompañar a Ana, y animarla a tomar del
breve almuerzo que los demás, sentados en torno de una mesa rústica,
gustaban con vehemente apetito, sazonado por chistes que el piadoso Juan
encabezaba y atraía, porque los oyese Ana desde su asiento en el coche, traído
a este propósito cerca de la mesa.
Allí, en las tazas de güiro posadas en trípodes de bejuco recién cortado de
las cercanías, hervía la leche que, a juzgar por lo fragante y espumosa, acababa
de salir de la vaca de Durham que asomó su cabeza pacífica por uno de los
claros de la enredadera. Porque era aquel lugar un lindo parador, techado y
emparrado de verdura, puesto allí por los dueños de la finca, para que los
visitantes hiciesen de veras, al llegar de la ciudad, su almuerzo a la manera
campesina. Allí el queso, que manaba la leche al ser cortado, y sabía ricamente
con las tortas de maíz humeantes que servía la indita de saya azul, envueltas
en paños blancos. Allí unos huevos duros, o blanquillos, que venían
recostados, cada uno en su taza de güiro, sobre unas yerbas de grata fragancia,
que olían como flores. Allí, en la cáscara misma del coco recién partido en
dos, la leche de la fruta, con una cucharilla de coco labrado que la desprendía
de sus tazas naturales. Y mientras duraba el almuerzo, unos indios, descalzos y
en sus trajes de lona, puestos en tierra sus sombreros de palma, tocaban, bajo
otro paradorcillo más lejano, dispuesto para ellos, unos aires muy suaves de
música de cuerda, que blandamente templada por el aire matinal y la
enredadera espesa, llegaba a nuestros alegres caminantes como una caricia.
Adela solo reía forzadamente. Violencia tenía que hacerse Sol para no
palmotear en el carruaje. Muy feamente arrugó el ceño Lucía una vez que se
acercó Juan a la portezuela del lado de Ana, y habló con ella, haciéndola reír,
unos minutos: y en cuanto oyó reír a Sol, dejó Lucía su asiento, y se fue ella
también a la portezuela. ¡Ea! ¡Ea! ya tocan diana, que es el toque de
bienvenida y adiós, los indios habilidosos. La indita de saya azul da a gustar a
la vaca mirona una de las tazas de coco abandonadas. Al pescante van Pedro y
Adela: Lucía, menos contenta, a la imperial con Juan. Ya la casa de la finca,
toda blanca, de techo encarnado, se ve a poca distancia. Ana ya va muy pálida;
y las mulas, al olor del pesebre, vuelan camino arriba, bajo la bóveda de
espesos almendros que llenan la avenida con sus hojas redondas y sus verdes
frutas.
Mucha, mucha alegría. Lucía también estaba alegre, aunque no estaba Juan
allí. Porque no estaba Juan: el pleito de los indios, aunque aquellos eran días
de receso en tribunales como en escuelas, le había obligado a volver al
pueblecito, si no quería que un gamonal del lugar, que tenía grandes amigos en
el Gobierno, hurtase con una razón u otra a los indios la tierra que la energía
de Juan había logrado al fin les fuese punto menos que reconocida en el pleito.
Los indios habían salido de la iglesia con su música, el domingo antes, apenas
se supo que Juan no esperaría el tren del día siguiente: y cuando le trajeron a
Juan la mula, vio que la habían adornado toda con estrellas y flores de palma,
y que todo el pueblo se venía tras él, y muchos querían acompañarle hasta la
ciudad. Una viejita, que venía apoyada en su palo, le trajo un escapulario de la
Virgen, y una guapa muchacha, con un hijo a la espalda y otro en brazos, llegó
con su marido, que era un bello mancebo, a la cabeza de la mula, puso al
indito en alto para que le diese la mano al «caballero bueno»; y muchos venían
con jarras de miel cubiertas con estera bien atada, u otras ofrendas, como si
pudiesen dar para tanto las ancas de la caballería, muy oronda de toda aquella
fiesta; y otro viejito, el padre del lugar, mi señor don Mariano, que jamás había
bebido de licor alguno, aunque él mismo trabajaba el de sus plantíos propios,
llegó, apoyado en sus dos hijos, que eran también como senadores del pueblo,
y con los brazos en alto desde que pudo divisar a Juan, y como si hubiera al
cabo visto la luz que había esperado en vano toda su vida: «Abrazarlo decía
. ¡Déjenme abrazarlo! ¡Señor, todito este pueblo lo quiere como a su hijo!».
De modo que Juan, a quien había conmovido aquellos cariños, dejó la finca,
dos días después de haber llegado a ella, no bien supo que los indios, a pesar
de su esfuerzo, corrían peligro de que se les quitase de las manos la posesión
temporal que, en espera de la definitiva, había Juan obtenido que el juez les
acordase el juez, que había recibido el día anterior de regalo del gamonal un
caballo muy fino.
Mucha, mucha alegría. Lucía misma, que en los dos días que estuvo allí
Juan le dio ocasión de extrañeza con unos cambios bruscos de disposición que
él no podía explicarse, por ser mayores y menos racionales que los que ya él le
conocía, estaba ahora como quien vuelve de una enfermedad.
Era la casa toda de los visitantes, por no estar en ella entonces sus dueños,
que eran como de la familia de Juan Pedro, al anochecer, salía de caza, porque
era el tiempo de la de los conejos, por allí abundantísimos. De los que traía
muertos en el zurrón no hablaba nunca, porque Ana no se lo había de
perdonar, por haber todavía en este mundo almas sencillas que no hallan
placer en que se mate, a la entrada misma de la cueva donde tiene a su
compañera y a su prole, a los pobres animales que han salido a descubrir, para
mudarse de casa, algún rincón del bosque rico en yerbas.
Pero los conejos, de puro astutos, suelen caer en las manos del cazador;
porque no bien sienten ruido, se hacen los muertos, como para que no los
delate el ruido de la fuga, y cierran los ojos, cual si con esto cerrase el cazador
los suyos, quien hace por su parte como que no ve, y echada hacia la espalda
la escopeta, por no alarmar al conejo que suele conocerla, se va, mirando a
otro lado, sobre la cama del conejo, hasta que de un buen salto le pone el pie
encima y así lo coge vivo: una vez cogió tres, muy manso el uno, de un color
de humo, que fue para Ana: otro era blanco, al cual halló manera de atarle una
cinta azul al cuello, con que lo regaló a Sol; y a Lucía trajo otro, que parecía
un rey cautivo, de un castaño muy duro, y de unos ojos fieros que nunca se
cerraban, tanto que a los dos días, en que no quiso comer, bajó por primera vez
las orejas que había tenido enhiestas, mordió la cadenilla que lo sujetaba, y
con ella en los dientes quedó muerto.
Paseos, había pocos. Sin Ana, ¿quién había de hacerlos? Con ella no se
podía. Ni Sol dejaba a Ana de buena voluntad; ni Lucía hubiera salido a goce
alguno cuando no estaba Juan con ella. Adela, sí, había trabado amistades con
una gruesa india que tenía ciertos privilegios en la casa de la finca, y vivía en
otra cercana, donde pasaba Adela buena parte del día, platicando de las
costumbres de aquella gente con la resuelta Petrona Revolorio: «y no crea la
señorita que le converso por servicio, sino porque le he cobrado afición». Era
mujer robusta y de muy buen andar, aunque esto lo hacía sobre unos pies tan
pequeños que no había modo de que Petrona llegara a ver a «sus niños» sin
que le pidieran que los enseñase, lo cual ella hacía como quien no lo quiere
hacer, sobre todo cuando estaba delante el niño Pedro. Las manos corrían
parejas con los pies, tanto que algunas veces las niñas se las pedían y
acariciaban; llevaba una simple saya de listado, y un camisolín de muselina
transparente, que le ceñía los hombros y le dejaba desnudos los hermosos
brazos y la alta garganta. Era el rostro de facciones graciosas y menudas, de tal
modo que la boca, medio abierta en el centro y recogida en dos hoyuelos a los
lados, no era en todo más grande que sus ojos. La naricilla, corta y un tanto
redonda y vuelta en el extremo, era una picardía. Tenía la frente estrecha, y de
ella hacia atrás, en dos bandas no muy lisas, el cabello negro, que en dos
trenzas copiosas, veteadas de una cinta roja, llevaba recogida en cerquillo,
como una corona, sobre lo alto de la cabeza. Un chal de listado tenía siempre
puesto y caído sobre un hombro; y no había quien, cuando remataba una frase
que le parecía intencionada, se echase por la espalda con más brío el chal de
listado. Luego echaba a correr, riendo y hablando en una jerga que quería ser
muy culta y ciudadana; y se iba a preparar a la niña Ana, lo cual hacía muy
bien, unos tamales de dulce de coco y un chocolatillo claro, que era lo que con
más gusto tomaba, por lo limpio y lo nuevo, nuestra linda enferma. Y mientras
Ana los gustaba, Petrona Revolorio, con el chal cruzado, se sentaba a sus pies
«no por servicio, sino porque le había cobrado afición» y le hacía cuentos.
¿El alba, sin que Petrona Revolorio estuviese a la puerta del cuarto de la
niña Ana con su cesta de flores, que ella misma quería ponerle en el vaso y ver
con sus propios ojos, cómo seguía la niña? «¡Mi niñita: mírenla que galana
está hoy!; se lo voy a decir al niño Pedro que nos dé un baile de convite a las
señoras, y vamos a sacarla a bailar con el niño Pedro. ¡Y él sí que es galán
también, el niño Pedro! Mire, mi niñita: no le traigo de esos jazminotes
blancos, porque los de acá huelen muy fuerte; pero aquí le pongo, en este vaso
azul, esos jazmines de San Juan, que acá se dan todo el año y huelen muy bien
de noche. Con que, mi niñita, prepárese para el baile, y que le voy a prestar un
chal de seda encarnada que yo tengo, que me la va a poner más linda que la
misma niña Sol. ¡Cómo está que se muere el niño Pedro por la niña Sol! Pero
yo no sé qué tiene la niña Adela, que está como aburrida. ¿Quiere mi niñita los
tamales hoy de coco, o de carnecita fresca? Ayer maté un cochito, que está de
lo más blando: era el cochito rosado, ¡y la carne está como merengue! ¡Jesús,
mi niñita, no me diga eso! Si yo me muero por servirla: mire que yo soy como
las tacitas de coco, que dicen en letras muy guapas: yo sirvo a mi dueña. Voy
a poner la puerta de mi casa llena de tiestos de flores, y a alquilar a los
músicos, el día que mi niñita vaya a verme. ¡Y, eso que yo no se lo hago a
nadie: porque no lo hago por servicio, sino porque le he cobrado mucha
afición!».
Y Pedro, como que con la ausencia de Juan venía a ser el caballero
servidor de las cuatro niñas, ¿qué había de hacer sino estarlas sirviendo, y
mucho mejor cuando no estaba cerca Adela, y mejor aun cuando no estaba
junto a Ana, que no ponía buenos ojos cuando miraba a la vez a Sol y a Pedro,
y mejor que nunca cuando por algún acaso Lucía y Sol estaban solas? Y
siempre entonces tenía Lucía algo que hacer, ir de puntillas a ver si seguía
durmiendo Ana, ver si habían puesto de beber a los pajaritos azules, preguntar
si habían traído la leche fresca que debía tomar Ana al despertarse: siempre
tenía Lucía, cuando Pedro y Sol podían quedarse solos, alguna cosa que hacer.
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de tablilla bruñida el
pavimento: la baranda como toda la casa, de madera abierta en tres lados
para las tres escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa.
Estaba el colgadizo siempre en sombra, porque lo vestía de verdor una
enredadera copiosísima, esmaltada de trecho en trecho por unos ramos de
florecitas rojas. Colgaban del techo pintado el fresco de unas caprichosas
guirnaldas de hojas y flores como las de la enredadera, unos cestos de alambre
cubiertos de cera roja, que les hacía parecer de coral, todos llenos de
florecillas naturales, brillantes y pequeñas, y a menudo adornados con las
hebras de una parásita que crecía sobre los árboles viejos de la finca, y era, por
su verde blancuzco y por crecer en hilos, como las canas de aquella arboleda.
En los tramos de pared, entre las ventanas interiores, realzadas con unas líneas
de vivo encarnado, había unos grandes estudios de flores en madera, pintada
con los colores naturales por los artistas del país, con propiedad muy grande:
dos de los cuadros eran de magnolia, la una casi abierta, y con cierta
hermosura de emperatriz; la otra aun cerrada en su propia rama: y otros dos
cuadros eran de las flores pomposas del mar pacífico, con sus hojas de rojo
encendido, agrupadas de modo que realzase su natural tamaño y hermosura.
Y allí, a la suave sombra, contaba Pedro maravillas y glorias europeas a
Ana, que le oía con cariño a Adela, que hacía como si no le interesasen, a
Lucía, que pensaba con amorosa cólera en Juan, en Juan, que no debía venir,
porque estaba allí Sol, en Juan, que debía venir puesto que estaba Lucía y a
Sol contaba también aquellas historias, quien sin desagrado ni emoción las
escuchaba y con sus hábitos de niña huérfana, azorada a veces de la súbita
rudeza que templaba Lucía luego con arrebatos afectuosos, solo se sentía
dueña de sí cerca de quien la necesitaba, y ni con Adela, que parecía
esquivarla, ni con la misma Lucía, aunque esto le pesaba mucho, tenía ya la
naturalidad y abandono que con Ana, con Ana a quien aquellos aires
perfumados y calurosos habían vuelto, si no el color al rostro, cierta facilidad a
los movimientos y unos como asomos de vida.
Hallaba Pedro con asombro que el atrevimiento desvergonzado y
celebración excesiva a que se reduce, casi siempre pagado deprisa y con usura
por las mujeres, todo el arte misterioso de los enamoradores, no le eran
posibles ante aquella niña recién salida del colegio, que con franca sencillez, y
mirándole en los ojos sin temor, decía en alto como materia de general
conversación lo que con más privado propósito dejaba Pedro llegar
discretamente a su oído. Era la niña de tal hermosura que llevaba consigo, y de
sí misma, la majestad que la defiende; y lo usual iba siendo que cuando Lucía
encontraba modo de ir a ver si los pajaritos azules tenían agua, o si había
llegado la leche fresca, no mudarse la conversación entre Sol y Pedro, abierta
por lo demás y no muy amena, del asunto en que se estaba antes de que Lucía
fuera a ver los pájaros. Ni había cosa que a Lucía pusiese en mayor enojo que
hallarlos conversando, cuando volvía, de la caza de ayer, del jabalí en
preparación, de las fiestas de cacería en los castillos señoriales de Europa, de
la pobre Ana, de los tamales de Petrona Revolorio. Y Pedro, de otras mujeres
tan temido, era con la mayor tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la
Amalia de Mármol o la María de Jorge Isaacs, que de la ciudad les habían
enviado, ya, para unos cobertores de mesa que estaba bordando a la directora,
a que devanase el estambre.
Sí, sí, hoy estaba muy hermosa. Dime, tú, espejo: ¿la querrá Juan? ¿La
querrá Juan? ¿Por qué no soy como ella? Me rasgaría las carnes: me abriría
con las uñas las mejillas. Cara imbécil, ¿por qué no soy como ella? Hoy estaba
muy hermosa. Se le veía la sangre y se le sentía el perfume por debajo de la
muselina blanca.
Y se sentaba Lucía, sola en su cuarto en una silla sin espaldar, sin quitarse
los vestidos, ya a más de medianoche, y a poco rato se levantaba, se miraba
otra vez al espejo, y se sentaba nuevamente, la cara entre las manos, los codos
en las rodillas. Luego rompía a hablarse:
Yo me veo, sí, yo me veo. ¿Qué es lo que tengo, que me parezco fea a
mí misma? Y yo no lo soy, pero lo estoy siendo. Juan lo ha de ver; Juan ha de
ver que estoy siendo fea. ¡Ay! ¡Por qué tengo este miedo! ¿Quién es mejor que
Juan en todo el mundo? ¿Cómo no me ha de querer él a mí, si él quiere a todo
el que lo quiere? ¿Quién, quién lo quiere a él más que yo? Yo me echaría a sus
pies. Yo le besaría siempre las manos. Yo le tendría siempre la cabeza apretada
sobre mi corazón. ¡Y esto ni se puede decir, esto que yo quisiera hacer! Si yo
pudiera hacer esto, él sentiría todo lo que yo lo quiero, y no podría querer a
más nadie. ¡Sol! ¡Sol! ¿Quién es Sol para quererlo como yo lo quiero? ¡Juan!
¡Juan!
Y conteniendo la voz se iba hacia la ventana abierta, y tendía las manos
como sin querer, llamando a Juan a quien acababa de escribir sin decirle que
viniese.
Empujó violentamente las dos hojas de la ventana, y arrodillándose de
repente junto a ella, sacó afuera, como a que el aire se la humedeciese, la
cabeza; y la tuvo apoyada algún tiempo sobre el marco, sin que le molestase
aquella almohada de madera.
¡No puede ser! ¡No puede ser! dijo levantándose de pronto: Juan va
a quererla. Lo conozco cada vez que la mira. Se sonríe, con un cariño que me
vuelve loca. Se le ve, se le ve que tiene placer en mirarla. Y luego ¡esa imbécil
es tan buena! No es mentira, no: es buena. ¿Yo misma, yo misma no la quiero?
¡Sí, la quiero, y la odio! ¿Qué sé yo qué es lo que me pasa por la cabeza?
¡Juan, Juan, ven pronto; Juan, Juan, no vengas!
¿Cómo no ha de quererla Juan? decía la infeliz, entre golpes de
lágrimas, a los pocos momentos, siendo aquel llanto de Lucía extraño, porque
no venía a raudal y de seguida, aliviando a la que lloraba, sino a borbotones e
intervalos, sofocándola y exaltándola, parecido al agua que baja, tropezando
entre peñas, por los torrentes. ¿Cómo no ha de quererla Juan, si no hay
quien ame lo hermoso más que él, y la Virgen de la Piedad no es tan hermosa
como ella? Juan
Juan
decía en voz baja, como para que Juan viniese
sin que nadie lo viera; ¡sin que Sol lo viera!
Y si viene
y si la mira
¡yo, no puedo soportar que la mire!
¡ni que la
mire siquiera! Y si está aquí un mes, dos meses. Y si ella no quiere a Pedro
Real, porque no lo quiere, y Ana le dice que no lo quiera. Y ella va a querer a
Juan ¿cómo no va a quererlo? ¿Quién no lo quiere desde que lo ve? Ana lo
hubiera querido, si no supiese que ya él me quería a mí; ¡porque Ana es buena!
Adela lo quiso como una loca; yo bien lo vi, pero él no puede querer a Adela.
Y Sol ¿por qué no lo ha de querer? Ella es pobre; él es muy rico. Ella verá que
Juan la mira. ¿Qué marido mejor puede tener ella que Juan? Y me lo quitará,
me lo quitará si quiere. Yo he visto que me lo quiere quitar. Yo veo como se
queda oyéndole cuando habla; así me quedaba yo oyéndole cuando era niña.
Yo veo que cuando él sale, ella alza la cabeza para seguirle viendo. ¡Y van a
estar aquí un mes, dos meses! ella siempre con Ana, todos con Ana siempre.
Él recreando los ojos en toda su hermosura. Yo, callada a su lado, con los
labios llenos de horrores que no digo, odiosa y fiera. Esto no ha de ser, no ha
de ser, no ha de ser. O Sol se va, o yo me iré. Pero ¿cómo me he de ir yo?;
¡que me lo robe alguien si puede! y abrió los brazos en la mitad del cuarto,
como desafiando, y le cayó por las espaldas desatada la cabellera negra.
¡Que no se sienten juntos: que yo no lo vea!
Y con los labios apoyados sobre el puño cerrado, quedó dormida en un
sillón cerca de la ventana, sombreándole extrañamente el rostro, al agitarse
movida por el aire, la cabellera negra.
¿A quién vio la mañana siguiente Lucía, sentado en el colgadizo, con Sol y
con Ana? Venía con paso lento, y como si no hubiera querido venir.
¡No le diga, no le diga!
a Sol que se levantaba como para avisarle.
Venía Lucía con paso lento, y Ana y Sol, que conocían las habitaciones de
la casa, sabían que era ella quien venía. Volvió Sol a su asiento. Juan hizo
como que hablaba muy animadamente con Ana y con ella. Lucía llegó a la
puerta. Los vio sentados juntos, y como que no la veían. Tembló toda. ¿Entra?
¿Sale? ¡Juan! ¡Allí Juan! ¡Juan así! Se clavó los dientes en el labio, y los dejó
clavados en él. Volvió la espalda, se entró por el corredor que iba a su
habitación; a Sol que fue corriendo detrás de ella: «¡Vete! ¡Vete!», y entró en
su cuarto, cerrando tras de sí con llave la puerta.
¡A Juan que, suponiéndola apenada, no bien acabó con cuanta prisa pudo
su empeño en el pueblo de los indios volvió a la ciudad, y de allí,
aprovechando la noche por sorprender a Lucía con la luz de la mañana,
emprendió sin descansar el camino de la finca a caballo y de prisa! ¡A Juan,
que con amores muy altos en el alma, consentía, por aquella piedad suya que
era la mayor parte de su amor, en atar sus águilas al cabello de aquella
criatura, no tanto por lo que la amaba él, sin que por eso dejase de amarla, sino
por lo que lo amaba ella! ¡A Juan que, puestos en las nubes del cielo y en los
sacrificios de la tierra sus mejores cariños, no dejaba, sin embargo, por aquella
excelente condición suya, de hacer, pensar u omitir cosa con que él pudiera
creer que sería agradable a su prima Lucía, aunque no tuviese él placer en ella!
¡A Juan que, joven como era, sentía, por cierto anuncio del dolor que más
parece recuerdo de él, como si fuera ya persona muy trabajada y vivida,
quienes a las mujeres, sobre todo en la juventud, parecían encantadores
enfermos! ¡A Juan, que se sentía crecer bajo del pecho, a pesar de lo mozo de
sus años, unas como barbas blancas muy crecidas, y aquellos cariños pacíficos
y paternales que son los únicos que a las barbas blancas convienen! ¡A Juan,
que tenía de su virtud idea tan exaltada como la mujer más pudorosa, y
entendía que eran tan graves como las culpas groseras los adulterios del
pensamiento!
¡A Juan, porque, ya después de aquellas cartas extrañas que Lucía le había
escrito a la finca sin hablarle de su vuelta, recibirlo de aquel modo, con aquella
mirada, con aquella explosión de cólera, con aquel desdén! ¿Pues cuándo
había cesado de pensar Juan, cuándo, que aquel cariño que con tanta ternura
prodigaba, sin fatiga ni traición, sobre su prima, era como una concesión de él,
como un agradecimiento de él, como una tentativa, a lo sumo, de asir en
cuerpo y ver con los ojos de la carne las ideas de rostro confuso y vestidura de
perlas, que cogidas del brazo y con las alas tendidas, le vagaban en giros
majestuosos por los espacios de su mente? Pues sin el alma tierna y fina que
de propia voluntad suya había supuesto, como natural esencia de un cuerpo de
mujer, en su prima Lucía, ¿qué venía a ser Lucía? ¿Qué hombre, que lo sea,
ama a una mujer más que por el espíritu puro que supone en ella, o por el que
cree ver en sus acciones, y con el que le alivia y levanta el suyo de sus
tropiezos y espantos en la vida? Pues una mujer sin ternura ¿qué es sino un
vaso de carne, aunque lo hubiese moldeado Cellini, repleto de veneno? Así, en
un día, dejan de amar los hombres a la mujer a quien quisieron
entrañablemente, cuando un acto claro e inesperado les revela que en aquella
alma no existen la dulzura y superioridad con que la invistió su fantasía.
Estará enferma Lucía. Ana dile que la saludaré luego. Voy a ver a
Pedro Real. Sol, gracias por lo buena que es usted con Ana. Usted tiene ya
fama de hermosa, pero yo le voy a dar fama de buena.
Lucía oyó esto, que hizo que le zumbasen las sienes y le pareciese que caía
por tierra: Lucía, que sin ruido había abierto la puerta de su cuarto, y había
venido hasta la de la sala, para oír lo que hablaban, en puntillas.
Violentos fueron, a partir de entonces, los días en la finca. Ni Ana misma
sabía, puesto que tenía a Sol constantemente a su lado, qué causaba la ira de
Lucía. Esta cesó cuando Juan, tomándola a la tarde de la mano, la llevó,
mientras que Pedro y Adela buscaban flores de saúco para Ana, a la sombra de
un camino de rosales que daba al saucal, y donde había de trecho en trecho
unos bancos de piedra, y al lado unos atriles, de piedra también, como para
poner un libro. En la mirada y en la voz se conocía a Juan que algo se le había
roto en lo interior, y le causaba pena; pero con voz consoladora persuadía a
Lucía quien, con pretextos fútiles, que no acertaba Juan a entender ni excusar,
ocultaba la razón verdadera de su ira, que ella a la vez quería que Juan
adivinase y no supiese: «¡porque si no lo es, y se lo digo, tal vez sea! Y no lo
es, no, yo creo ahora que no lo es; pero si no sabe lo que es ¿cómo me va a
perdonar?». Y airada ya contra Juan irrevocablemente, como si las nubes que
pasan por el cielo del amor fueran sus lienzos funerarios, se levantaron como
si hubieran hecho las paces, pero sin alegría.
Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro iba a casa, ni Adela
a la de la Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni Sol y Lucía, sino estar
cerca de ella; ni Juan, fuera de sus horas de leer, que le fatigaban ahora que no
estaba contento, tenía modo de estar alejado de la casa. Ni había con justicia
para Juan placer más grato, ahora que en Lucía había entrevisto aquel espíritu
seco y altanero, que estar cerca de Ana, cuyo espíritu puro con la vecindad de
la muerte se esclarecía y afinaba. Y se asombraba Juan, con razón, de haber
pasado, libre aun, cerca de aquella criatura que se desvanecía, sin rendirle el
alma. Esta misma contemplación del espíritu de Ana, cuya cabalidad y belleza
entonces más que nunca le absorbían, le apartaron del riesgo, en otra ocasión
acaso inevitable, de observar en cuán grata manera iban unidas en Sol, sin
extraordinario vuelo de intelecto, la belleza y la ternura.
Con Lucía, no había paces. Lo que no penetraba Ana, ¿cómo lo había de
entender Sol? En vano, Sol, aunque ya asustadiza, aprovechando los
momentos en que Ana estaba acompañada de Juan o de Pedro y Adela, se iba
en busca de Lucía, que hallaba ahora siempre modo de tener largos quehaceres
en su cuarto, en el que un día entró Sol casi a la fuerza, y vio a Lucía tan
descompuesta que no le pareció que era ella, sino otra en su lugar: en el talle
un jirón, los ojos como quemados y encendidos, el rostro todo como de quien
hubiese llorado.
Y ese día Lucía y Juan estaban en paz: ni permitía Juan, por parecerle
como indecoro suyo, aquel llevar y traer de cóleras, que le sacaban el alma de
la fecunda paz a que por la excelencia de su virtud tenía derecho. Pero ese día,
como que Ana se fatigase visiblemente de hablar, y Adela y Pedro estuviesen
ensayando al piano una pieza nueva para Ana, Juan, un tanto airado con Lucía
que se le mostraba dura, habló con Sol muy largamente, y se animó en ello, al
ver el interés con que la enferma oía de labios de Juan la historia de Mignon, y
a propósito de ella, la vida de Goethe. No era esta para muy aplaudida, del
lado de que Juan la encaminaba entonces, y tan hermosas cosas fue diciendo,
con aquel arrebatado lenguaje suyo, que se le encendía y le rebosaba en cuanto
sentía cerca de sí almas puras, que Pedro y Adela, ya un tanto reconciliados,
vinieron discretamente a oír aquel nuevo género de música, no señalada por el
artificio de la composición ni pedantesca pompa, sino que con los ricos
colores de la naturaleza salía a caudales de un espíritu ingenuo, a modo de
confesiones oprimidas. Lucía se levantaba, se mostraba muy solícita para Ana,
interrumpía a Juan melosamente. Salía como con despecho. Entraba como ya
iracunda. Se sentaba, como si quisiera domarse. «Sol, ¿habrán puesto agua a
los pájaros?». Y Sol fue, y habían puesto agua. «Sol, ¿habrán traído la leche
fresca para Ana?». Y Sol fue, y habían traído la leche fresca para Ana. Hasta
que, al fin, salió Lucía, y no volvió más: Sol la halló luego, con los ojos secos
y el talle desgarrado.
Y aquello crecía. Hoy era una dureza para Sol. Otra mañana. A la tarde
otra mayor. La niña, por Ana y por Juan, no las decía. Juan, apenas bajaba.
Lucía, con grandes esfuerzos, lograba apenas, convertido en odio aparente
todo el cariño que por Juan sentía, disimularlo de modo que no fuese
apercibido. ¿Quién había de achacar a Sol tanta mudanza, a Sol cuya pacífica
belleza en el campo se completaba y esparcía, pues era como si la vertiese en
torno suyo, y por donde ella anduviese fueran, como sus sombras, la fuerza y
la energía? ¿A Sol, que sobre todos levantaba sus ojos limpios, grandes y
sencillos, sin que en alguno se detuviesen más que en otro; con Lucía, siempre
tierna; para Ana, una hermanita; con Pedro, jovial y buena; con Juan, como
agradecida y respetuosa? Pero ese era su pecado: sus ojos grandes, limpios y
sencillos, que cada vez que se levantaban, ya sobre Juan, ya sobre otros donde
Juan pudiese verlos, se entraban como garfios envenenados por el corazón
celoso de Lucía; y aquella hermosura suya, serena y decorosa, que sin encanto
no se podía ver, como la de una noche clara.
Hasta que una noche:
No, Sol, no: quédate aquí.
¿Ana, adónde vas? ¿Qué tienes, Ana? ¿Salir tú del cuarto a estas horas?
¡Ana! ¡Ana!
Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame hasta la mitad
del corredor.
¿Del corredor?
Sí: voy al cuarto de Lucía.
Pues bueno, yo te llevo.
No, mi niña, no se sentó un momento, con Sol a sus pies, le abrazó la
cabeza, y la besó en la frente. Nada le dijo, porque nada debía decirle. Y se
levantó, del brazo de ella.
Es que sé lo que tiene triste a Lucía. Déjame ir. De ningún modo vayas.
Es por el bien de todos.
Fue, tocó, entró.
¡Ana!
Ana, casi lívida y tendiendo los brazos para no caer en tierra, estaba de pie,
en la puerta del cuarto oscuro, vestida de blanco.
Cierra, cierra.
Se habló mucho, se oyeron gemidos, como de un pecho que se vacía, se
lloró mucho.
Allá a la madrugada, la puerta se abría, Lucía quería ir con Ana.
No, no, quiero llevarte; ¿cómo has de ir sola si no puedes tenerte en pie?
Sol estará despierta todavía. Yo quiero ver a Sol ahora mismo.
¡Loca! ¡Hasta cuándo eres buena, loca! A Juan, sí, en cuanto lo veas
mañana, que será delante de mí, bésale la mano a Juan. A Sol, que no sepa
nunca lo que te ha pasado por la mente. Vamos: acompáñame hasta la mitad
del corredor.
¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita!
Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso.
¡Fiesta, fiesta! El médico lo ha dicho; el médico, que vino desde la ciudad
a ver a la enferma, y halló que pensaba bien Petrona Revolorio. ¡Fiesta de
flores para Ana!
¡Todos los músicos de las cercanías! ¡Telegramas a los sinsontes! ¡Recados
a los amarillos! ¡Mensajeros por toda la comarca, a que venga toda la canora
pajarería! Ana, ya se sabe de Ana: ¡Aquí no está bien, y debe ir adonde está
bien! Pero es buena idea esa de Petrona Revolorio, y la enferma quiere que se
dé un baile que haga famosa la finca. Petrona, por supuesto, no estará en la
sala, ni ese es el baile que debía dar el niño Pedro Real; pero ella estará donde
la pueda ver su niñita Ana, y mandarle todo lo que necesite, porque «ella baila
con ver bailar, y lo que hace no lo hace por servicio, sino porque ha cobrado
mucha afición». Ya está tan contenta como si fuese la señora. Tiene un jarrón
de China, que hubo quién sabe en qué lances, y ya lo trajo, para que adorne la
fiesta; pero quiere que esté donde lo vea la niña Ana.
¡Ahora sí que ha empezado la temporada en la finca! Andar, bien, andar,
Ana no puede; pero Petrona la acompaña mucho y Sol, siempre que van Juan
y Lucía a pasear por la hacienda, porque entonces ¡qué casualidad! entonces
siempre necesita Ana de Sol.
El médico vino, después de aquella noche. El baile lo quiere Ana para
sacudir los espíritus, para expulsar de las almas suspicaces la pena pasada,
para que con el roce solitario no se enconen heridas aún abiertas, para que
viendo a Lucía tierna y afable, torne de nuevo la seguridad en el alma de Juan
alarmado, para que Lucía vea frente a frente a Sol en la hora de un triunfo, y
como Ana le hablará antes a Juan, Lucía no tiemble. ¡Ana se va, y ya lo sabe!:
ella no quiere el baile para sí, sino para otros.
¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la ciudad. Lucía quiso
por un momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana.
¡Oh, no, Juan! tú no te vayas.
Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso ya nada haría
desaparecer: la tristeza de cuando en lo interior hay algo roto, alguna creencia
muerta, alguna visión ausente, algún ala caída. Mas se notó en los ojos de Juan
una dulce mirada, y no como de que se alegraba él por sí, sino por placer de
ver tierna a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son tiernos!
De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿Quién no quería
alegrar a Ana? Y ver a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa que nunca
¿quién no querría? Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la casa. El
camino, salvo el tramo de las ciudades antiguas, era llano. Allí habría
caballerías para ayuda o repuesto. Cerca de la casa, como a dos cuadras de
ella, aderezaron para caballerizas dos grandes caserones de madera,
construidos años atrás para experimentos de una industria que al fin no dio
fruto. Pedro, antes de salir, había encargado que por todas las calles del jardín
que había frente a la casa, pusieran unas columnas, como media vara más altas
que un hombre, que habían de estar todas forradas de aquella parásita del
bosque, sembrada acá y allá de flores azules; y sobre los capiteles, se pondrían
unos elegantes cestos, vestidos de guías de enredadera y llenos de rosas. Las
luces vendrían de donde no se viesen, ya en el jardín, ya en la casa; y estaba en
camino Mr. Sherman, el americano de la luz eléctrica, para que la hubiese bien
viva y abundante: los globos se esconderían entre cestos de rosas. De
jazmines, margaritas y lirios iban a vestirle a Ana, sin que ella lo supiese, el
sillón en que debía sentarse en la fiesta. Con una hoja de palma, puesta a un
lado de los marcos y encorvada en ondulación graciosa por la punta en el otro,
vistieron los indios todas las puertas y ventanas, y hubo modo de añadir a las
enredaderas del colgadizo, otras parecidas por un buen trecho a ambos lados
de las tres entradas, en cada uno de cuyos peldaños, como por toda esquina
visible del colgadizo o de las salas, pusieron grandes vasos japoneses y chinos
con plantas americanas. En las paredes del salón como desusada maravilla,
colgó Juan cuatro platos castellanos, de los que los conquistadores españoles
embutían en las torres. Era por dentro la casa blanca, como por fuera, y toda
ella, salvo el colgadizo, tenía el piso cubierto por una alfombra espesa como
de un negro dorado, que no llegaba nunca a negro, con dibujos menudos y
fantásticos, de los que el del ancho borde no era el menos rico, rescatando la
gravedad y monotonía que le hubiera venido sin ellos de aquella masa de color
oscuro.
¡Gentes, carruajes, caballos! Pedro y Juan jinetean sin cesar toda la tarde,
de la casa al parador, y de este a aquella. En las ciudades antiguas donde aún
hay alegres posadas, y cierto indio que sabe francés, han comido casi todos los
invitados. A las ocho de la noche empieza el baile. Toda la noche ha de durar.
Al alba, el desayuno va a ser en el parador. ¡Oh qué tamales, de las especies
más diversas, tiene dispuestos Petrona Revolorio! esta tarde, cuando los hizo,
se puso el chal de seda. Ana no ha visto su sillón de flores. ¿Adónde ha de
estar Adela, sino por el jardín correteando, enseñando cuanto sabe, a la cabeza
de un tropel de flores, de flores de ojos negros?
¿Y Lucía? Lucía está en el cuarto de Ana, vistiendo ella misma a Sol. Ella,
se vestirá luego. ¡A Sol, primero! Mírala, Ana, mírala. Yo me muero de celos.
¿Ves? el brazo en encajes. Tomo; ¡te lo beso! ¡Qué bueno es querer! Dime,
Ana, aquí está el brazo, y aquí está la pulsera de perlas: ¿cuáles son las perlas?
Y ¿de qué iba vestida Sol? De muselina; de una muselina de un blanco un
poco oscuro y transparente, el seno abierto apenas, dejando ver la garganta sin
adorno; y la falda casi oculta por unos encajes muy finos de Malines que de su
madre tenía Ana.
Y la cabeza ¿cómo te vas a peinar por fin? Yo misma quiero peinarte.
No, Lucía, yo no quiero. No vas a tener tiempo. Ahora voy a ayudarte
yo. Yo no voy a peinarme. Mira; me recojo el cabello, así como lo tengo
siempre, y me pongo ¿te acuerdas? como en el día de la procesión, me pongo
una camelia.
Y Lucía, como alocada, hacía que no la oía. Le deshacía el peinado, le
recogía el cabello a la manera que decía. «¿Así? ¿No? Un poco más alto, que
no te cubra el cuello. ¡Ah! ¿y las camelias?
¿Esas son? ¡Qué lindas son!
¡Qué lindas son!». Y la segunda vez dijo esto más despacio y lentamente como
si las fuerzas le faltaran y se le fuera el alma en ello.
¿De veras que te gustan tanto? ¿Qué flores te vas a poner tú?
Lucía, como confusa:
Tú sabes: yo nunca me pongo flores.
Bueno: pues si es verdad que ya no estás enojada conmigo, ¿qué te hice
yo para que te pusieras enojada? si es verdad que ya no estas enojada, ponte
hoy mis camelias.
¡Yo, camelias!
Sí, mis camelias. Mira, aquí están; yo misma te las llevo a tu cuarto.
¿Quieres?
¡Oh! si se pusiera toda aquella hermosura de Sol la que se pusiese tus
camelias. ¿Quién, quién llegaría nunca a ser tan hermosa como Sol? ¡Qué
lindas, qué lindas, son esas camelias! «Pero tú, ¿qué flores te vas a poner?».
Yo, mira: Petrona me trajo unas margaritas esta mañana, estas
margaritas.
¡Gentes, caballos, carruajes! Las cinco, las seis, las siete. Ya está lleno de
gente el colgadizo.
Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las habitaciones interiores.
Carruajes y caballos se detienen a la puerta del fondo, de la que por un
corredor alfombrado, con grabados sencillos adornadas las paredes, se va a la
vez a los cuartos interiores que abren a un lado y a otro, y a la sala. Ya desde
él, al apearse del carruaje, se ve a la entrada de la sala, donde hay un doble
recodo para poner dos otomanas, como si hubiese allí ahora un bosquecillo de
palmas y flores. En un cuarto dejan las señoras sus abrigos y enseres, y pasan
a otro a reparar del viaje sus vestidos o a cambiarlos algunas por los que han
enviado de antemano. A otro cuarto entran a aliñarse y dejar sus armas los que
han venido a caballo. Una panoplia de armas indias, clavada a un lado de la
puerta de los caballeros, les indica su cuarto. Un gran lazo de cintas de colores
y un abanico de plumas medio abierto sobre la pared, revelan a las señoras los
suyos.
Ya suenan gratas músicas, que los indios de aquellas cercanías, colocados
en los extremos del colgadizo, arrancan a sus instrumentos de cuerdas. Del
jardín vienen los concurrentes; del cuarto de las señoras salen; Ana llega del
brazo de Juan. «Juan, ¿quién ha sido? ¿Para mí ese sillón de flores?». No la
rodean mucho; se sabe que no deben hablarle. Y ¿Lucía que no viene? Ella
vendrá enseguida. ¿Y Sol? ¿Dónde está Sol? Dicen que llega. Los jóvenes se
precipitan a la puerta. No viene aun. Se está inquieto. Se valsa. Sol viene al
fin: viene, sin haberla visto, de llamar al cuarto de Lucía. «¡Voy! ¡Ya estoy!».
Así responde Lucía de adentro con una voz ahogada. No oye Sol los
cumplimientos que le dicen: no ve la sala que se encorva a su paso; no sabe
que la escultura no dio mejor modelo que su cabeza adornada de margaritas,
no nota que, sin ser alta, todas parecen bajas cerca de ella. Camina como quien
va lanzando claridades, hacia Juan camina:
Juan ¡Lucía no quiere abrirme! Yo creo que le pasa algo. La criada me
dice que se ha vestido tres o cuatro veces, y ha vuelto a desvestirse, y a
despeinarse, y se ha echado sobre la cama, desesperada, lastimándose la cara y
llorando. Después despidió a la criada, y se quedó vistiéndose sola. ¡Juan!
¡Vaya a ver qué tiene!
En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de la sala, y otras
parejas, pasando, en espera de que rompiese el baile, alrededor de ellos.
¡Allí viene! ¡Allí viene! dijo Juan, que tenía a Sol del brazo,
señalando hacia el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al fin Lucía.
Lucía, todo de negro. A punto que pasaba por frente a la puerta del cuarto de
vestir, interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos
cuidadosamente, por orden que le había dado Juan, una cesta cargada de
armas, vio, viniendo hacia ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad
del bosquecillo de flores que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la
hermosísima pareja. Se afirmó sobre sus pies como si se clavase en el piso.
«¡Espera! ¡Espera!», dijo al indio. Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por
el corredor estrecho, y cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia,
de una terrible sacudida de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera:
«¡Cállate, cállate!», le dijo al indio, mientras haciendo como que miraba
adentro, ponía la mano tremenda en la cesta; y cuando Sol se desprendía del
brazo de Juan y venía a ella con los brazos abiertos
¡Fuego! Y con un tiro en la mitad del pecho, vaciló Sol, palpando el aire
con las manos, como una paloma que aletea, y a los pies de Juan horrorizado,
cayó muerta.
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! y retorciéndose y desgarrándose los vestidos,
Lucía se echó en el suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y se mesaba los
cabellos con las manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a Juan, a quien
Pedro Real, para que no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol, para Sol, aun
después de muerta, todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos queriendo
darle su vida! ¡El corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella, nadie se
acercaba a ella!
¡Jesús, Jesús! entró Lucía por la puerta del cuarto de vestir de las
señoras, huyendo, hasta que dio en la sala, por donde Ana cruzaba medio
muerta, de los brazos de Adela y de Petrona Revolorio, y exhalando un
alarido, cayó, sintiendo un beso, entre los brazos de Ana.
FIN
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